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“Cazadores de enigmas”, de Marie-Aude Murail (Algar Editorial)
La sugerente cubierta (la labor de Carles Barrios es sensacional al tornar el minimalismo conceptual en perfeccionismo visual) y la escueta dedicatoria (“para Alain Lanavère, mi profesor”) son la antesala de un trabajo que abarca escasas noventa páginas a doble cara (omitiendo las de rigor) repletas de suspense; resulta tan curioso como la historia misma que el índice conste al término de esta, subdividiéndose en los cinco capítulos (el orden narrativo que sigue el conjunto logra cautivar por su natural devenir) que a continuación se resumirán y analizarán por separado ya que se asemejan a episodios autoconclusivos de televisión con ciertos elementos (los personajes principales) comunes.
En “carta de Nils Hazard a Catherine Roque” (un argumentalmente importante prólogo disfrazado de banal etapa circunstancial) un huérfano de madre y padre desconocido (una especie de inquilino dentro de su propia familia al convivir con sus abuelos en contra de la voluntad de los tres en un lúgubre barrio) se siente culpable de algo que (todavía) no comprende; explorando con tesón un desván que promete (no termina de consumarse nunca) albergar más que secretos anotando y cogiendo (casi) todo lo que en él encuentra aprovechando que la noche se convierte (o así lo cree) verdaderamente en su reino, es testigo de excepción de un asesinato doble con muchas incógnitas.
En “Frédéric tic tic” un joven (el de hace cinco palabras) en proceso de licenciarse con un trauma exteriorizado con muecas relacionado con una muerte (no se revelará si es por accidente u homicidio por motivos obvios) refuta la alusión de conceptos psicológicos como “amnesia infantil” al tiempo que justifica la curiosidad como interés científico por el comportamiento humano que abandera el protagonista anteriormente citado (a sus treinta y cuatro años sufre etruscomanía galopante); por otro lado, un conde (Xavier de Harencourt) y su escolta (también guía del pintoresco lugar) de dos metros de altura (Moreau) se erigen como fugaces e inmensamente triviales villanos con paupérrimos escrúpulos.
En “Las joyas de la familia” (que nadie piense en la expresión popular con connotaciones genitales) el cuñado de la fémina que acompaña al detective (Paul Duvegne) desaparece misteriosamente simulando un robo en el que se ven envueltos un desagradable inspector de policía (Berthier) y un turbio notario (Sacard); mediante la falta de dos simbólicas piezas de ajedrez (junto al alfil que posteriormente coge con permiso el tutor reconvertido en agente de la ley sin licencia) se descubre que se trata del encubrimiento de una temática que por desgracia se da habitualmente sin que los afectados (in)directamente sean conscientes por criterios fiscales (adoptivos) comúnmente turbios.
En “da igual ocho que ochenta” un hecho inexplicable de tartamudez por ortofonistas (paramédicos que tratan los diversos trastornos de la comunicación oral y escrita) padecido por un adolescente (Didier Philippe) esconde un bloqueo psicológico confundido con esquizofrenia (disociación de la personalidad) que deriva en una confrontación vandálica previas extorsiones (con aproximaciones al plano sobrenatural e incluso instantes cómicos como la escena de la corbata en el supermercado); el percal se resuelve ensalzando el poder del compañerismo al unirse un grupo por una misma causa con nuevos ponentes (Georges Rapon) sin trascendencia alguna pese a percibirse.
En “el té de Marcel y el chocolate de Solange” una demente anciana (se reservará el nombre para fomentar el factor sorpresa) de una residencia urde un maquiavélico plan para atentar contra la pareja recién creada (huelga añadir más detalles porque la formalización es evidente con una declaración explícita) en una vieja morada que retoma sutilmente los sucesos iniciales; el sentido homenaje a Sherlock Holmes (con sus clásicas deducciones e intuiciones) cobra tintes épicos (la precipitación no beneficia precisamente al desenlace pero tampoco afecta negativamente al entretenimiento global) formidable e inteligentemente con eficiencia combinándose genial realidad y ficción.
Abundan las frases lapidarias como “aquel que sabe está siempre en peligro”, “la memoria tiene una mecánica caprichosa”, “los héroes no mueren”, “si la justicia de los hombres tiene sus defectos la de Dios sabe esperar su hora”, “mejor ser Abel que Caín”, “la historia desarrolla enormemente la imaginación”, “tenemos que remitirnos a la memoria de los demás para saber qué nos pasó”, “a veces creemos ver mentalmente algo a alguien y es una ilusión”, “estar vivo no es suficiente”, “los ratones son más astutos de lo que se piensa” y “hay preguntas viudas de respuesta”; se aprecia igualmente un tributo a Regolini en el umbral funerario de la alteza Larthia que hiela la sangre.
Asimismo, dotan de cultura la lectura referencias a Anubis (dios de la mitología egipcia), Belphégor (serie emitida por la pantalla pequeña), Melpómene (musa de la tragedia), Noh (teatro japonés), Pompeya (fresno de la ciudad romana), Comedia dell’Arte (espectáculo improvisado en las calles italianas), Instamatic (cámara fotográfica), Gioconda (célebre cuadro pintado por Leonardo Da Vinci), Fioravanti (falsificaciones de estatuas) y Lemán (lago suizo); también localizaciones (la facultad de Soborna, el castillo de Havencourt, la casa de Marais o el distrito de Romainville) y marcas de juguetes (Aronde, Buick, Dauphine o Dinky) en un alarde de sapiencia vintage.
La autora de tan recomendable libro es Marie-Aude Murail, una prestigiosa escritora francesa con más de ochenta novelas en su currículum entre las que destacan varias líneas editoriales juveniles (de hecho Los casos de Nils Hazard que sirve para el título que ocupa es una de las que más éxito ha cosechado en su país natal); invitando a resolver una sugestiva e intrigante trama, con Cazadores de enigmas demuestra su don para mantener en vilo al respetable haciéndole partícipe de cada paso que da un héroe (desde luego se postula como tal) cuya cercanía despierta una enorme empatía desde el segundo cero hasta el último pese a no profundizar en sus fobias e inquietudes.
La publicación original (procedente de territorio parisino) data del mil novecientos noventa y uno, mientras que la traducción patria (valga aclarar que magnífica) a cargo de Teresa Broseta lo hace del dos mil catorce, siendo esta la que aquí se ha tomado como referencia para urdir la reseña merced a la gentileza de Algar Editorial facilitando un ejemplar para dicho cometido; en resumen, la obra brinda grandes dosis de criminología (entendiendo como tal nociones e informaciones básicas de la disciplina) e intriga (con pequeñas dosis de terror psicológico), por lo que aquellos que gusten de sendos géneros la disfrutarán hasta extasiarse si logran evadirse como bien se pretende.
Daniel Espinosa, a fecha 15 de julio del 2022 |
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