En mil novecientos setenta y nueve se estrenó mundialmente en salas comerciales Alien (con la añadidura de El octavo pasajero en territorio patrio e hispanoamérica), la formidable película de Ridley Scott que cautivó (y horrorizó) a quien la visiona (conviene trasladar la introducción al presente puesto que sigue haciéndolo pese a que la evolución de la tecnología a mermado severamente la percepción de la artesanalidad) convertida posteriormente en una de las sagas más exitosas del celuloide; rindiéndole un sentido tributo, Luis Nosotromo (efectivamente las referencias son evidentes desde el propio pseudónimo aludiendo al medio de transporte en el que acontecían los hechos narrados en el metraje inaugural) ha creado un museo en pleno corazón catalán (concretamente en el número treinta y uno de la calle Juan de Gara) para deleite no solo de los acérrimos seguidores de la docena (hasta la fecha) de filmes, pues lo ofertado desde luego es disfrutable por propios y extraños atendiendo a la dinámica patentada.
Desde la entrada (con los nombres de la tripulación en las perchas para dejar las pertenencias al adaptarse la climatología a las adversidades del exterior para optimizar la velada) se aprecia el nivel de detalle que prima en el interior, casando como nunca cantidad con calidad en un viaje por los orígenes del terror cósmico cinematográfico por excelencia (alrededor del ochenta por ciento del contenido pivota sobre las dos primeras entregas pero también se recogen mínimamente el resto) con un maestro de ceremonias que rezuma sabiduría en cada palabra que profiere (la fase inicial invita a exprimir el siempre atractivo recurso del rol pero la opción de infundir serenidad es igualmente válido para atender las decenas de anécdotas e informaciones de interés reveladas); aclarar que la comunicación del local es magnífica tanto en vehículo propio (se sitúa en una zona fácilmente accesible) como en servicio público (la estación de metro Navas resta a medio quilómetro), no suponiendo impedimento alguno.
Se trata de una exposición de objetos (más de cien selectamente elegidos) relacionados con el universo que ocupa, recreándose espacios icónicos de la franquicia con suma meticulosidad (los decorados en gloriosos trescientos sesenta grados lucen geniales con el añadido de activarse varios efectos audiovisuales imposibles de olvidar en momentos cruciales) junto a fieles réplicas de materiales plasmados en ella (respetando el tamaño real o la escala) y exclusivo atrezzo oficial (con los debidos seriales que garantizan la autenticidad); armas, autógrafos, bocetos, bustos, carteles, estatuas, figuras, relojes, urnas, utensilios, vestimentas e ilustraciones (entre un interminable etcétera) incrementan ostensiblemente el valor cultural del lugar (obviando injustamente el exigente e incalculable trabajo de más de un lustro para construirlo amén del capital para regentarlo), fomentando la inmersión el hecho de que se permitan manipular ciertos botones e interruptores para descubrir suculentos secretos de los propios rodajes.
Resulta tremendamente plausible que la misteriosa (por tildarla de manera sutil) senda se lleve a cabo con tranquilidad (la duración aproximada es de una hora contabilizando la extensa sesión fotográfica final de rigor para inmortalizar tan recomendable ocasión), destinándose el tiempo suficiente a cada instante para captar los matices en aras de no abandonar (de lograrlo) la nave sin satisfacer las inquietudes del más curioso; esta abarca en la actualidad nada menos que setenta metros cuadrados distribuidos cronológica e inteligentemente, aunque la intención es ampliar tanto el perímetro como el listado de cintas representadas (desde aquí se hace un llamamiento expresamente transmitido por el artífice a las entidades que deseen apoyar tan prometedor proyecto para que se pongan en contacto con el responsable a través de los canales que constan a la conclusión del artículo), mereciendo toda divulgación que uno ofrezca para que el éxito (o al menos una estable afluencia de gentío) fragüe.
Uno puede pensar (sorprende que la mentalidad humana tienda a barajar hipótesis negativas ante tesituras de aparente rápida solución) que la indicación de asistir de dos a cuatro personas (es el abanico contemplado) se debe a cuestiones monetarias (el dinero a desembolsar asciende a veinte euros por integrante a excepción de los menores de doce años que apenas será de cinco) pero enseguida se disipa cualquier atisbo de duda al respecto, ya que ante semejante colección privada (es necesario reservar previamente vía correo electrónico o teléfono móvil) el precio está plenamente justificado; asimismo, la premisa de portar calzado cómodo obedece a que en determinados tramos (en el afán de diseñar minuciosamente cada centímetro) avanzar es un poco comprometido (que no cunda el pánico porque es limitado e incluso aquellos con discapacidades físicas lo asumirán sin problemas), siendo el enésimo ejemplo de cuán venerable se ha postulado el autor en todos los aspectos tangibles e imaginables.
Como actividad complementaria e incentivadora totalmente gratuita es menester mencionar el Adventure Lab (por si alguien desconoce de qué trata es una alternativa al Geocaching convencional de encontrar tesoros escondidos que consiste en acudir a diferentes coordenadas para responder a otras tantas preguntas analizando el entorno, ubicándose en este particular la tercera etapa en el epicentro del establecimiento) por el equipo Atrellu (desde aquí infinitas gracias por la paciencia brindada), aconsejando fervientemente aprovechar la tesitura para realizarlo; en definitiva, que nadie pierda la oportunidad de concertar su visita porque no se arrepentirá, destacando en último término (más allá de la puesta en escena) la labor de un guía de excepción que ameniza el perfectamente planteado recorrido (la transición entre estancias es fluida) en el que la sensación de protagonizar una superproducción como a las que se homenajean es latente traduciéndose en una experiencia única en el globo terráqueo.