Título original: Les gouffres
Año: 2012
Nacionalidad: Francia
Duración: 65 min.
Género: Ciencia ficción, Drama
Director: Antoine Barraud
Guión: Antoine Barraud
Reparto: Mathieu Amalric, Nathalie Boutefeu y Marta Hoskins
Sinopsis
Un grupo de expertos inician la exploración de cinco enormes cuevas recientemente descubiertas en diferentes partes del mundo; ¿cuál es la terrorífica verdad que se esconde en ellas y la verosimilitud de la misma?
Crítica
Cada cierto tiempo el género de la tan prolífica ciencia ficción ofrece una cinta de corte independiente que provoca amor y odio a partes desiguales, propuestas que se convierten instantáneamente en grandes incomprendidas (se anclaron inmediatamente en dicho grupo la futurista Primer y la extraña Pi) y las que cabe añadir Les gouffres, el último trabajo del francés Antoine Barraud (el cual debutó en el mundo del cortometraje trece años atrás con Monstre y posteriormente protagonizó dos comparecencias consecutivas en el Festival de Cortometrajes de Clermont Ferrand con Déluge y Monstre, número deux, realizando su primera película en el dos mil siete antes de realizar una serie de relatos experimentales de cineastas como Kenneth Anger, Shuji Terayama y Koji Wakamatsu amén de dirigir diversos documentales) cuyo visionado se podría catalogar tanto de tormentoso (y no precisamente por el temor que teóricamente infunde sino por el despropósito que supone) como de desaprovechado (la poderosa premisa se convierte en poco menos que una catástrofe fílmica); injustamente infravalorada por algunos (llegando a afirmar que se trata de un verdadero insulto invocador de la más absoluta desesperación) y desmesuradamente alabada por otros (sosteniendo que argumentalmente en ningún caso puede definirse como insulsa), lo cierto es que tras los prometedores primeros minutos la historia se transforma en un delirio tan incomprensible como pretencioso en el que se vislumbran determinados aciertos (romper con la clásica tríada narrativa compuesta por un planteamiento, un desarrollo y un desenlace se agradece tanto como las relativas originalidades que se plasman, tales como el pequeño espectáculo que supone maquillarse para, en caso de llorar, que se corra el rímel y así dotar al momento de más dramatismo) pero también insalvables errores (son evidentes e innumerables algunos recursos derivados de múltiples producciones).
El misterio y la inquietud iniciales rápidamente dejan paso a un desconcierto existencial que invita al espectador a cuestionarse la motivación productiva de la obra y la incierta convicción que han asumido los productores de la misma respecto a ésta, pues aunque ha llegado a ser comparada por la temática que comparten con la muy recomendable The descent aquella transmitía las sensaciones primorosamente alcanzando la excelencia en no pocos compases y la presente en ningún momento se aproxima, encontrando su único aliciente incuestionable en la escasa duración que abraca (rozando los límites establecidos para poder ser considerada un largometraje apenas supera la hora, aunque ésta se torna inflexiblemente interminable); son pocos los reproches que al autor se le pueden atribuir desde una perspectiva audiovisual, pero ateniendo a la requerida lógica resolutiva que impera en el séptimo arte ésta no se asemeja lo más mínimo a las bases preestablecidas como válidas (la propia apertura, sin imágenes pero con una intrascendental conversación sonora, es la repetitiva tónica de fatalidad e incidencia adoptada para no consumar los conceptos urdidos), primordial alegación a la incorrección en la que se resume el propio metraje de principio a fin sin lugar posible a la negación o tan siquiera la duda que contradiga ésto.
El experimentado explorador Georges (Mathieu Amalric, apenas aparece en pantalla pero convence serenamente esos escasos instantes) lidera un grupo cuyo propósito es el de dirigirse a un sitio ubicado a cuarenta quilómetros de la partida de los helicópteros para visitar un altiplano excepcionalmente amplio dividió en cinco sumideros descubiertos recientemente (el más grande tiene un diámetro de cuatrocientos cincuenta y dos metros y el más pequeños de ochenta y seis), desconociéndose la profundidad y composición geológica de la zona; convencido de poder responder a la gigantesca incógnita de cómo han pasado desapercibidas dichas cinco cuevas desde vistas aéreas hasta hace escasos ocho meses, inicia el peligroso y finalmente revelador viaje (la exploración no acontece como tal en ningún momento pero sirve de telón de fondo para intensificar un pasional drama conyugal de manera simbólica a pesar de ocultarse sobremanera la pretensión).
Esperando a que su marido regrese, France (Nathalie Boutefeu, desorbitadamente trágica en determinados momentos), se centra en la última ardua labor que la ha sido exigida en su profesión, la de representar una de la más conocidas óperas de la historia sin mostrar desasosiego y obviar su descontento con la obra; sin embargo, el fascinante aunque inconexo descubrimiento que hace en la morada en la que reside los días que Georges pasa fuera alterará por completo su interpretación de la realidad, abriéndose un portal entre los dos que causalmente pondrá de manifiesto la poco cordura que parece residir en ella y el inimaginable destino que a él le guarda el lugar (a riesgo de parecer escueto el resumen, no merece la pena señalar ningún dato más a fin de mantener la teórica tensión y prescindir de añadiduras banas).
La impresión que tras el visionado de Les gouffres queda es la de poder haber disfrutado de una película de culto (qué duda cabe que defender la feroz lucha tanto exterior como interior en detrimento de la siempre celebrada emotividad es una admirable postura), pero la eternización del inabarcable desarrollo de la trama (siendo pausado aunque consecuente el ritmo de ésta) y el inasumible desenlace de la misma terminan por convertirla en un aborrecible ejercicio imaginativo en el que el exceso de alargamiento secuencial (el claustrofóbico y opresivo descenso a las profundidades de una recóndita cueva por parte de la protagonista femenina se prolonga durante tantos minutos que termina desencadenado un soporífero desencanto, extremada dilación de los acontecimientos que comparte con muchas otras situaciones plasmadas) dilapida cualquier atisbo de disfrute; muy probablemente Antoine Barraud acabará por convertirse en todo un ídolo de masas y un ejemplo a seguir por aquellos directores cuya imaginación se ve limitada por la falta de recursos (en este aspecto cabe señalar que los dos actores principales del filme cumplen perfectamente el cometido que les ha sido encomendado), pero por el momento se posiciona como un nefasto proponedor de tesituras inverosímiles que tratan de corresponderse ficticiamente con una realidad fácilmente contrarrestable en la cotidianeidad social (sentimientos que siempre se vinculan íntimamente al ser humano por intentar, muy insatisfactoriamente, de ser evitados).