Título original: Diablo
Año: 2011
Nacionalidad: Argentina
Duración: 85 min.
Género: Acción, Comedia
Director: Nicanor Loreti
Guión: Nicanor Loreti y Nicolás Galvagno
Reparto: Juan Palomino, Sergio Boris, Nicolás Galvano, Luis Aranosky, Hugo Quiril, Leandro de la Torre, Lorena Vega y Luis Ziembrowski
Sinopsis
Marcos, un compungido antiguo púgil, espera rehacer su vida lo antes posible, siendo un primer paso reconciliarse con su antigua novia; cuando ésta le visita, aparece junto a ella su primo Hugo con la camisa manchada de sangre, un evidente aviso de que se avecinan problemas.
Crítica
Las dudas que uno pudiera albergar a la hora de conceder un visionado al largometraje objeto de la presente crítica se disipan totalmente desde sus primeras imágenes, pues en ellas Diablo ya se percibe como un clásico contemporáneo de la cinematografía no solamente argentina sino mundial, convirtiéndose paulatinamente en una saturación extrema que juega con el viraje colorista en ciertos elementos y momentos puntuales (al más puro estilo Sin City, no siendo éste el único detalle que recuerda a tan peculiar método direccional) para dejar que la ausencia del mismo plague el resto de secuencias combinando crudas peleas de boxeo (combates que en la mayoría de compases cobran tintes oníricamente simbólicos y no estrictamente deportivos) con acción fuera del cuadrilátero, alejándose en todo momento de los convencionalismos más recurrentes (éstos se dan en menor medida pero en cualquier caso se reconocen como un tributo y no como un insolente retrato paródico a pesar de no tener cabida en ellos el sentido del serosidad) para posicionarse en un plano mucho más oscuro (en el más amplio sentido del término) y, en último término, existencial; se trata de una divertida, sangrienta, original, intrincada y, sobre todo, distinto metraje de género que de buen seguro sorprenderá (positivamente) a muchos contra todo pronóstico al estar bien actuada, dirigida y fotografiada, conformando todos los componentes que en ella confluyen una especie de travesura de niños destinada a los padres de los mismos cuyo contenido sanguinario es tremendamente entretenido, una atípica obra regurgitada desde las entrañas del independentismo cinéfilo cuya furiosa y corrosiva progresión no sólo deja sin aliento sino que provoca un llamativo morbo por la acumulación de escenas de violencia, humor negro y desparpajo, transformándose el prometedor sentido fundacional que destila la premisa en un proyecto tan brutal como elemental no apto para menores.
Con personajes sólidos, bien construidos e interpretados, así como con evidentes urgencias perfectamente resueltas que lejos de mermar la locuacidad del filme lo hacen funcionar desde el primer hasta el último segundo, el debut en la gran pantalla de Nicanor Loreti está destinado a ser embalsamado (el tiempo dictará sentencia al respecto pero al menos ello sería lo oportuno), y es que todo tiene una razón de ser (incluso aparentes banalidades resultan ser posteriormente claves para la conformación de la resolución final) y el hecho de que las caracterizaciones sean tan exageradas (en especial la del antagonista más poderoso de la trama encarnado por un imponente pero ortopédicoHugo Quiril, una especie de retrospectiva física de Sylvester Stallone en sus muy lejanos mejores tiempos barajando la viabilidad de que ya estuviera hormonado por aquel entonces) no hacen sino amenizar la velada, repleta de impases explícita y justificadamente rudos, lo cual aumenta la consideración hacia Abordar, compañía que ha apostado por ella para su difusión española aun pasando dos años desde su estreno; el director confecciona así un plausible parecer personal que unifica la importancia de la familia, los ídolos atléticos, la homofobia, el antisemitismo, el racismo, el clasismo y muchas otras cuestiones igualmente controvertidas de absoluta actualidad teniendo la virtud de respetar un estilo en el que los conceptos absurdos y bizarros son impuestos por caricaturas humanas sin sentido del ridículo ni de la verosimilitud, lo cual ayuda a discernir aquello que el realizador trata con profundidad (básicamente la marginalidad, el contrabando y la lucha entre el poder del dinero y el de la fuerza bruta) y respecto a lo que desarrolla con ironía (el sarcasmo de todo lo relacionado con la religión y las primitivas actitudes frente a determinados percales ensalzan la figura de un protagonista muy cercano sino vinculable con alguien conocido al tiempo que enfatizan magistralmente el descontrol reaccionario al presentarse imprevisibles contratiempos), yendo siempre más allá de una narración a la que acompañan constantemente veloces movimientos de cámara, extravagantes ángulos y poco convencionales planos cortes y el recurso de la recopilación en forma de imágenes reminiscentes para desvelar sucesos acontecidos ocultados previa premeditación.
Abatido, cansado y bajo de forma el antiguo boxeador de mediana edad Marcos (Juan Palomino, intachablemente soberbio en cada matiz que asume), que interrumpió indefinidamente su inmaculada carrera profesional al retirarse tras matar a un contrincante en la lona de un solo puñetazo en el último asalto incitado por su entrenador al convencerle de que era el único método para proclamarse vencedor del combate despierta un fatídico día, todavía taladrado por su conciencia, esperando la llegada de su hasta hace poco pareja para intentar recomponer la relación con ella, pero en lugar de la mujer aparece su primo Higuito (Sergio Boris, algo cargante en determinados compases pero en términos generales muy convincente), el clásico chanta porteño, con la camisa manchada de sangre, evidente preludio de que se avecinan problemas; al mismo tiempo, un poderoso magnate corporativo se encuentra hospitalizado esperando un trasplante de hígado (pudiera parecer que nada tiene que ver una cosa con la otra pero ambas situaciones están estrechamente ligadas) que, inesperadamente, alguien le roba cuando está a punto de recibirlo provocando que su vida penda de un hilo, motivo por el cual su hija, con el objetivo de cobrar la suculenta suma dineraria que la herencia de éste va a dejar a quien decida en su lecho de muerte, contrata a un grupo de (presuntos) policías para encontrar el órgano perdido, empresa que irá complicándose mucho.
La desconfianza (y sospecha) entre el compungido (tanto como solicitado por todo aquel que se encuentra a su paso, considerándolo un temido mito aunque lo que realmente busque no sea la admiración sino la redención) púgil y el pariente recién llegado va en aumento, suspicacias que no hacen sino crecer a raíz de que un enmascarado (más concretamente una careta que emula el rostro del mismo Satán) comienza a regalar una insana cantidad de dólares a los pobres cual defensor del pueblo en lucha contra la clase mejor asentada de la sociedad, propiciando que en la ciudad se haya sembrado un caos total atribuido al siempre perseguido narcotráfico, imputación que por una vez no es del todo certera, ya que si bien es cierto que todo parece deberse a un turbio negocio igualmente ilegal propulsado por el conocido como Café con leche (Luis Aranosky, la simpática locura que su labor transmite alcanza cotas insuperables) no es específicamente el que se cree; una serie de quilombos (qué menos que emplear un término propio del país de origen), entre los que se encuentran la avaricia de la primogénita del necesitado hospitalizado, delirantes apariciones, inconcebibles casualidades, arriesgadas confesiones, situaciones extremas y traumáticas torturas, se traducirán en sangre por doquier, espectacular acción y, en definitiva, el resurgir del Inca del Sinaí al verse involucrado contra su voluntad en un entramado que exige brutalidad, un implacable regreso que no defraudará a nadie y uno de tantos motivos por los cuales es tan fervientemente recomendable el largometraje.
Deshacerse en (más) elogios está de más, basta con mencionar que la producción ha sido considerada por no pocos entendidos como una mezcla entre el cine de Quentin Tarantino y Guy Ritchie (las comparativas son, una vez más, odiosas e incluso en este caso innecesarias al tratarse de un filme muy meritorio sin precisar ser relacionado con obras maestras de semejantes aristas, siendo en cualquier caso el estilo más reconocible el de Robert Rodríguez en cuanto a la tipografía que se observa en los créditos, el recurso de cambiar constantemente de realidad a animación y la selección musical) al presentar un argumento lleno de vértigo y carcajadas en el que, sin concesiones, prima la originalidad de diálogos, resultando éste un apartado tan espléndido como el estético, hipnótico como en escasas ocasiones; qué duda cabe que Diablo puede ser considerado sin demasiados matices un filme de culto instantáneo (no tanto en cuanto al misticismo de Donnie Darko como al impacto de Cube, dos de los trabajos más representativas de dicha corriente) de enorme repercusión, cabiendo recordar que el mismo le valió al experimentado guionista televisivo y responsable de la popular revista de terror argentina “La Cosa” tanto el Premio Opera Prima INCAA como con el Premio Kodak Cinecolor Mejor Película Argentina en el Festival de Mar del Plata en la edición en el que fue presentado (más concretamente la de dos mil once), así como la posibilidad de participar en la Sección Brigadoon Emergents del recientemente concluido Sitges Film Festival 2013, un aclamado paso por certámenes especializados que deja entrever el público al que va destinado tan singular producto aunque éste pueda ser disfrutado por la inmensa mayoría de espectadores al suponer un divinamente demencial ejercicio contraproducentemente duro e igualmente logrado, habiéndose reconocido debidamente algo que habitualmente no se suele hacer, la modestia (la pretenciosidad es la que suele primar a la hora de galardonar), en este caso imaginativa como pocas siendo el único (aunque considerable) déficit notorio la facilidad comprensora de las palabras que profieren cuantas personalidades desfilan por la pantalla, no por el idioma en el que se expresan sino por la nula filtración de sonidos que acompañan a sus declaraciones.