My Amityville horror 28-04-2024 18:16 (UTC)
   
 

My Amityville horror
(Eric Walter, 2013)


My Amityville horror




Ficha técnica


Título original:
My Amityville horror
Año:
2013
Nacionalidad:
EEUU
Duración:
88 min.
Género:
Drama, Terror
Director:
Eric Walter
Guión:
Eric Walter
Reparto:
Daniel Lutz, Lorraine Warren, Neme Alperstein y Susan Bartell


Sinopsis


Daniel Lutz relata su versión de la maldición que aterrorizó a su familia.



Crítica


El número ciento doce de Ocean Avenue permanece vacío desde hace treinta y dos años (sí ha sido ocupado en hasta cinco ocasiones por períodos no superiores a un año sin absolutamente nada que destacar), aunque según se afirma las posesiones de la última familia que vivió en él aún siguen allí, las toallas permanecen en su lugar y los polvorientos edredones sobre las camas, puede que incluso aún quede comida en el frigorífico, y es que el clan pasó poco menos de un mes en aquel lugar, veintiocho días en los que teóricamente presenciaron todo tipo de fenómenos paranormales desde el primer día que se mudaron (el veintiocho de diciembre de mil novecientos setenta y cuatro) a la arquitectura atípica pero elegante que además era muy espaciosa y, lo que más les llamó la atención, bastante barata (sospechoso cuanto menos al tratarse de una gran casa colonial holandesa situada en una agradable comunidad residencial de la costa sur de la neoyorquina Long Island), jornada en la que ya comenzaron a creer (el adjetivo más oportuno sería éste al no existir evidencias que demuestran que algo inusual sucediera allí) que no estaban solos y su cotidianeidad no iba a ser precisamente apacible; sillas que se movían solas (la magia tal y como es conocida popularmente no fue la causante aunque sí podría haberlo sido la negra), ruidos extraños que provenían de ninguna parte (los vecinos molestos no fueron esta vez la causa al estar separados varios metros de los más próximos), puertas y ventanas que se abrían repentinamente (el viento se descarta como opción aceptable al haber de alcanzar kilometrajes por hora desorbitados para serlo), diferencias de hasta veinte grados en apenas una distancia de cinco pasos, apariciones de desagradables olores (nauseabundos hedores que en absoluto encontraban respuesta en la falta de higiene) e incluso levitaciones (la mujer al parecer era capaz de ello además de cocinar y mantener limpio el hogar) son algunas de las manifestaciones más características de la creída personificación del mal acontecido en el emplazamiento, siendo posiblemente la más aterradora la observación por parte de Kathy Lutz (la citada madre de los tres pequeños que se mudaron junto a ella y su esposo) de cómo dos ojos rojos la miraban desde dentro del armario de una de las estancias, dos infernales esferas oculares a las que inexplicablemente siguieron unas terribles pesadillas en las que sus seres queridos eran asesinados s
ádicamente, uno a uno, a sangre fría.

La disfuncional familia (la ilusión inicial que dejó paso al malestar más extremo no solucionó cabalmente la dificultosa relación entre un infante de la marina que ejerció de padrastro sobre un niño convertido en trastornado adulto con una autoestima tan baja que afirma ser uno de esos incidentes del asiento trasero del coche en un baile de graduación), totalmente asustada al a sentir cómo algo que eran incapaces de entender se apoderaba de ellos haciéndoles cometer actos de naturaleza violenta, acudió al cura del lugar, Frank Manguso, para que bendijera la casa, pero cuando éste llegó presenció ese olor a putrefacción anteriormente mencionado a la vez que un gran número de moscas se aglutinaban en la sala de estar (tan horrible percal, junto con muchos otros que con el paso del tiempo han sido magnificados por la prensa y el sinfín de seguidores a los que apasiona semejantes sucesos, se recrea magníficamente en la más que decente La morada del miedo), confesando el mismo más tarde que estando en la tercera planta pudo escuchar una voz que le obligaba a marcharse del lugar y así pronto el miedo hizo que por ejemplo George Lutz (el sufridor padre al que se le presume ser el catalizador de todo cuanto aconteció al venerar la pasión por el ocultismo y la telequinesis) se negara a abrir los grifos de la casa para que esa fuerza maligna no se desplazara por las viejas tuberías de la casa e modificara a su antojo el ambiente (cambios de personalidad, agresividad extrema y órdenes instructivas son algunas de las publicadas capacidades que poseía); poco a poco las alucinaciones comenzaron a cobrar mayor relevancia y la confianza entre ellos fue decreciendo con el paso de los días (de hecho de las horas), y es que el caos se extendía con tanta rapidez mermando la integridad mental de los allí presentes hasta el extremo de asegurar, de nuevo el cabeza de familia (el más castigado sin lugar a dudas antes, durante y después ya sea de forma merecida o no), que su señora se estaba convirtiendo en una bruja porque se la estaban cayendo los dientes y el pelo (algo que solamente ocurría en su cabeza, al igual que otros incidentes como aplastamientos de manos que instantes después aparecían impolutas) y, además, se obsesionó con cortar leña aunque la madrugada ya se hubiera alzado al tiempo que apreciaba cómo su rostro cambiaba totalmente, amén de despertarse todas la noches siempre a la misma hora (las tres y cuarto de la mañana, como puede deducirse la hora de la defunción de los anteriores moradores) junto a los demás, provocando todo ello que huyeran de allí a toda prisa y, con el paso del tiempo (o al menos eso se asegura aunque el protagonista del presente documental sostenga que precisamente instantes antes de ocupar definitivamente la residencia se hablara), descubrieran que eran dignos sucesores de una familia con mucha menos suerte que la suya a la que el azote de toda plaga existente la deparó un destino más insufrible e impensablemente
macabro.

La madrugada del quince de noviembre de mil novecientos setenta y cuatro (el desplazamiento temporal cronológicamente inverso a veintiocho días antes de lo narrado con anterioridad es preciso a fin de recoger los oportunos antecedentes para que se ubique como es debido el lector anterior o posteriormente espectador de tan imperdible reportaje fílmico) Ronald DeFeo, de tan solo diecisiete años de edad, asesinó a sangre fría a toda su familia disparándoles (para más señas a todos en la espalda a excepción de su madre, a la que impactó en el cráneo) con una escopeta del calibre cuarenta y cuatro (según las publicaciones oficiales, porque los entendidos dicen que se trataba del treinta y cinco, siendo en todo caso sigue siendo todo un misterio cómo consiguió hacerse con semejante arma) mientras dormían plácidamente previa somnolencia provocada por el mismo al introducir en la cena un veneno muy tóxico que produjo tal efecto, dejando un reguero de sangre en toda la casa y huyendo enloquecidamente sentenciar a muerte de este modo a sus padres y cuatro hermanos (dos de cada sexo) en sus respectivas camas en el acto, aunque el ataque fue tan atroz que las autoridades locales no tardaron en dar con el asesino (que curiosamente tampoco hizo nada por ocultarse), quien a pesar de presentar serios cambios de humor (en otros casos la excusa perfecta para refugiarse y evitar ser castigado penalmente) fue condenado a la nada desdeñable pero claramente baja a tenor de lo ocurrido cifra de veintiocho años de prisión; tras los fatídicos sucesos padecidos por los DeFeo y la repentina aunque no por ello poco fundamentada partida de los Lutz se llevaron a cabo varias investigaciones que han ido arrojado algo de luz y por ende esclarecedores datos, los cuales abren la posibilidad a que aquel lugar hubiera sido utilizado en el tiempo de las colonias indias por determinadas etnias que dejaban a los locos y a los moribundos fallecer en él (los conocidos por no pocos lugareños como seres no productivos de Amityville), terribles antecedentes que junto a las fotografías forenses de los cuerpos sin vida de los fallecidos que yacen en sus antiguas camas ensangrentadas y los horripilantes testimonios en primera persona magnifican la relevancia de uno de los trabajos por los que el matrimonio Warren, tan de moda gracias a James Wan y su espléndida Expediente Warren: The conjuring (tal vez convenga especificar que él falleció hace años mientras que ella aparece en primera persona en la presente obra con una excentricidad que trasciende su apariencia física para aseverar que se la apareció el Padre Pío para protegerla durante sus actuaciones), terminaran por consagrarse como unos profesionales tan expertos como archiconocidos dentro del ámbito en cuestión, al que se dedicaron a lo largo de la época de los setenta en cuerpo (personándose a cuantos lugares se les requiriera) y alma (la posesión que la fémina sufrió se ha difundida hasta la saciedad expl
ícitamente).

Los tres párrafos anteriores vendrían a ser una especie de resumen ultra condensado de lo ya sabido (al menos para aquellos que mínimamente se hayan preocupado de hacerlo) hasta la fecha así como una perfecta señalización del punto de partida del director (el cual no pretende repetir cosas sino abrir nuevos horizontes y profundizar en aquellos aspectos más personales) y a su vez la justificación motivacional del mismo, siendo la propuesta una extensión de incalculable valor que aporta detalles que hacen valer aquel dicho que versa sobre la preferencia de lo malo conocido sobre lo bueno por conocer, porque los ochenta y ocho minutos de duración se traducen en una auténtica absorción de la atención del espectador sin necesidad de recrear absolutamente nada (solamente declaraciones y multitud de instantáneas reales se suceden), pues el material hace estremecerse más si cabe ante el asunto no estando de más tener cierta predisposición a saber más (por no decir prácticamente todo) acerca de uno de los emplazamientos encantados más conocidos que existen a nivel mundial (sorprende que en la actualidad todavía siga siendo habitable, que no habitado); así, a través de las algo tardías pero igualmente agradecibles palabras de un testimonio de excepción, Daniel Lutz (presente en prácticamente la totalidad del metraje cuando la cámara no se centra en recoger imágenes de recortes o pruebas procedentes varias de lo que cuenta siendo objeto de entrevistas m
ás próximas a un interrogatorio carcelario que a una serie de preguntas y respues sin otra intención que permitirle explayarse en aquello que crea oportuno como supuestamente se asegura), quien por aquel entonces tenía apenas siete años y en la actualidad presume de ser el padre de dos infantes (diecisiete y diecinueve años son sus respectivas edades), relata su versión de la infame maldición de Amityville que sufrió en sus propias carnes, brindando al público la posibilidad de conocer decenas de anécdotas (aunque más bien sean indeseables vivencias personales posiblemente alteradas por la sugestión que siempre le ha rodeado, la cual ha hecho que gesticule mucho y hable aireadamente con el propósito de infundir más credibilidad a sus palabras) mientras se despierta muy dentro un sincero respeto, y es que el simple hecho de atreverse a recordar sus traumas más internos es sumamente alabable, ya que mientras que los hechos pueden ser tomados por ficción (tildar de sobreactuada su labor en determinados compases no podría discutirse) las cicatrices psicológicas que arrastra son indiscutibles (abruma la convicción de la que hace alarde), palpables e incluso compartidos merced a la (tal vez exagerada) naturalidad con la que se comunica.

Puede que vista desde fuera la casa de Amityville parezca, como lo ha hecho siempre, un lugar acogedor, pero si algún osado está dispuesto a recorrer sus pasillos y sus largos corredores previa impregnación de la historia que esconden muy probablemente propiciaría la negativa del mismo a entrar, y es que la ganga en la que se traduce el precio inicial de venta (ochenta mil dólares) adelanta el por qué nadie a día de hoy se ha atrevido a comprarla, pues por mucho que se haya rumoreado acerca de lo que ocurrió en aquella tenebrosa casa de clase media más próxima a una de alto estatus a juzgar por sus dimensiones (comprendiendo nada menos que seis habitaciones, tres baños, tres plantas, un sótano y un embarcadero junto al río) ubicada en el considerado por sus antecedentes barrio maldito estadounidense por excelencia en el que tantas películas (buenas la mayoría y malas unas pocas) se han basado la realidad es mucho más horripilante de lo que jamás pudo llegar a pensar la mente más imaginativa, y es que lo que experimentaron los clanes residentes trasciende lo terrenal, pudiéndose catalogar solamente de infernal, manifestaciones directas del diablo; el documentalista Eric Walter ha combinado años de investigación independiente sobre el caso junto con las perspectivas de periodistas de investigación y testigos dando paso a los testimonios más personales sobre el asunto hasta la fecha para componer un producto muy completo prescindiendo de absurdos alardes (el realismo es el absoluto protagonista) para presentar en toda su plenitud una leyenda de la construcción en una composición que se puede volver tediosa en ciertos compases pero que a la postre merece ser visionada (incluso en varias ocasiones) a fin de alimentarse del apasionante y fantasmagórico edificio mortífero cuya historia tal vez no sea tan impactante como siempre se ha querido hacer ver, pues tras la producción (más desmitificadora que otra cosa) da la sensación de que las teorías basadas en que todo fue fruto de una estrategia para solventar los grandes problemas financieros que padecían a través de un mayúsculo fraude lucrativo cobran mucha fuerza a jugar por los muy contundentes alegatos que se dan en relaci
ón a semejante suposición.


Daniel Espinosa




 
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