Título original: Geung si
Año: 2013
Nacionalidad: Hong Kong
Duración: 97 min.
Género: Acción, Terror
Director: Juno Mak
Guión: Lai-yin Leung y Philip Yung
Reparto: Anthony Chan, Kara Hui, Richard Ng, Hee Ching y Siu Chin
Sinopsis
Un veterano actor de acción se encuentra en la actualidad acabado; decide mudarse a un nuevo apartamento, pero éste está embrujado...
Crítica
Las películas asiáticas de (pseudo)terror han demostrado con infinitos ejemplos ser realmente pavorosas, de ahí que la prolífica industria hollywoodiense haya adaptado múltiples filmes japoneses (entre ellos Ringu, The Ring, Ju-On y The Grudge), no quedándose atrás el territorio chino en la presente temporada, y es que desde que vieron la luz las primeras imágenes de Rigor mortis todo hacía augurar que se iba a tratar de un filme sangriento y sin concesiones y, lejos de decepcionar, el resultado final deja corta cualquier expectativa creada merced a un debut en la dirección, el del cantante Juno Mak, protagonizado por uno de los originales cazadores de vampiros (no cabe mencionarlo explícitamente al hacerse lo propio a lo largo de la crónica pero sí nombrarlo para hacerse una idea nada alejada de la realidad del calibre de la producción); se trata de un más asegurador que vanguardista homenaje a las películas de vampiros de dicho origen que se realizaron en la década de los ochenta, especialmente Mr.Vampire, cuya temática englobaba tanto el género de acción (en este caso las artes marciales) como el de comedia, aunque en su versión contemporánea y más escalofriante, contando con excelentes efectos especiales y la inconfundible participación de todo un experto en estos lares aunque teóricamente (es muy dudoso que sea así al estar presente su estilo en cada plano) se limite a aportar dinero, el maestro Takashi Shimizu, coproductor junto con el propio autor de ésta.
Se conoce como “rigor mortis” la contracción de los músculos después de la muerte, siendo la causante el trifosfato de adenosina al crear un complejo formado de actina y miosina y provocar la tensión de las fibras de los ligamentos, fenómeno que se produce dos horas después del fallecimiento mostrándose primero en la mandíbula para pasar a la cara y después al resto del cuerpo de arriba abajo instaurándose entre seis y doce horas (un ejercicio intenso antes de expirar o un clima cálido puede acelerarlo) y desapareciendo en ese mismo orden a lo largo de treinta y seis a cuarenta y ocho horas siendo lo más determinante la temperatura ambiente; conviene recoger la definición que da la Real Academia Española de la Lengua a tan concreta expresión porque no se podría encontrar una mejor para el título de la presente producción, resumiendo a la perfección qué depara a todo aquel que se atreva a enfrentarse al complicado reto de observar horrores varios, uno tras otro, sin concesiones ni restricciones (de hecho el grado de explicitud, tanto físico como visual, es tal que en no pocas ocasiones cuesta mantener la mirada en la pantalla), pese a que el poco atractivo y menos dinámico ritmo fílmico invite a la crítica, algo a lo que la sucesión de frases lapidarias (sirvan de ejemplo “el mundo del cine es ridículo pero la vida lo es aún más” y “sonreír es agotador”) para dotar de profundidad queda en un segundo plano, residiendo el logro mayúsculo en lo impactante que resulta, habiendo sido destinada gran parte de los recursos a tal efecto, como se demuestra desde el segundo uno con la larga escena en la que la destrucción causada por una fuerza desconocida se plasma como introducción a ritmo de cantos gregorianos que será el desenlace.
La veterana estrella del cine de acción en los años ochenta Chin Siu-ho (Anthony Chan, frío aunque complaciente en su tediosa encarnación, sin apenas proferir palabras aun apareciendo en pantalla la mayor parte de minutos que abarca el metraje), actor principal internacionalmente reconocido desde los dieciséis años, se marchó de su pueblo natal a los trece para consolidarse como un referente del séptimo arte en tierras más prósperas (se trata de una serie de datos totalmente irrelevantes más allá de presentar al personaje en cuestión pero la misma es tempranamente revelada y por ello se presume de pertinente nombramiento); décadas después de su apogeo, el intérprete se dispone a instalarse en el apartamento número mil cuatrocientos cuarenta y dos, que sigue deshabitado desde hace mucho por la creencia que alberga toda clase de entidades demoníacas, de un imponente edificio con la finalidad de retomar la senda que tanto éxito le aportó en su carrera profesional y desprenderse de las espeluznantes visiones que le atormentan a diario, todas ellas relacionadas con su hijo y la madre de éste (no se aclara en ningún momento si continúan con su relación conyugal o no), a quienes no ve desde hace un largo período de tiempo.
No tardará en descubrir que la rumorología que gira en torno a la morada es cierta, y es que mientras almacena algunos de los trajes con los que apareció en varias de sus películas (la delicadeza con la que los guarda evidencia la melancolía que siente) algo extraño sucede y una especie de posesión insidiosa (el contenido místico es recurrente y los efectos especiales de impecable factura una constante de acompañamientos a éste) atenta contra su persona, cambiando desde entonces su percepción de la realidad y más concretamente de aquello que no se ve pero se siente; los vecinos del bloque al que ahora pertenece deciden dejarle solo con su sufrimiento, una opción que no puede considerarse insensata al acontecer múltiples fenómenos paranormales alrededor del recién llegado quien, con asombro y estupor, observará cómo todo se torna oscuridad e incertidumbre a medida que las jornadas transcurren, y es que su llegada a desencadenado el despertar del estado letárgico en el que permanecían de entidades fantasmagóricas, las cuales desatan una espiral de violencia y muertes (atroces en su inmensa mayoría) sin precedentes, estando vinculadas al pasado a través de un hechizo maligno que requiere de una ceremonia religiosa para romperse y poder abandonar por siempre jamás el lugar en el que fueron condenadas.
Hablada completamente en cantonés, la historia (como bien se ha ido indicando con anterioridad) se reduce a una magnífica ambientación condensada en un tétrico edificio hongkonés cuyos ocupantes median entre los vivos y los muertos en múltiples vertientes (un cazavampiros reconvertido a cocinero, un niño con poderes extrasensoriales abandonado por conveniencia, una mujer que trata de resucitar a su recientemente fallecido marido mediante un curioso ritual de magia negra, un cuarteto de funestas criaturas que deambulan a determinadas horas con oscuros propósitos y un reputado profesor de escuela que es ajusticiado por su propia hija, entre muchas otras rarezas, confluyen en él), siendo tal el grado de bendita demencia alcanzada que no cabe perder la oportunidad de visionarla si se puede (el estreno se produjo el mes de septiembre de la temporada pasada en certámenes especializados y el mes siguiente en el Sitges Film Festival 2013 lo cual demuestra, una vez más, que los retrasos fílmicos están a la orden del día en lo concerniente a difusión española); el combinado resultante de Rigor mortis es de muy fácil digestión pero complicada defensa racional (incluso si uno permite la máxima liberación imaginativa, porque algunos hechos no se desarrollan y otros tantos tan siquiera tienen cabida), pues tratar de justificar por qué confluyen en una trama los elementos más variopintos del género de terror sin caer en la tentación de olvidar la empresa y recurrir a la respuesta más lógica, por puro entretenimiento, es sino imposible muy complicado, aunque bien es sabido que es mejor poder disfrutar de una película sencilla y efectiva que de una con lecturas pretenciosamente enrevesadas sin otro objetivo que el de desubicar.
Daniel Espinosa
The sacrament
(Ti West, 2013)
Ficha técnica
Título original: The sacrament
Año: 2013
Nacionalidad: EEUU
Duración: 94 min.
Género: Drama, Suspense
Director: Ti West
Guión: Ti West
Reparto: Alfred Bowen, Joe Swanberg, Kentucker Audley, Gene Jones, Amy Seimetz, Kate Forbes, Derek Roberts, Shirley Jones, Lashaun Clay, Madison Absher, Dale Neal, Kate Lyn, Donna Biscoe y Torvin Pristell
Sinopsis
Dos reporteros y un fotógrafo se ven atrapados en una ceremonia religiosa en la que el principal objetivo es realizar un suicidio en masa.
Crítica
Tras convertirse en todo un referente del género gracias a la sorprendente La casa del diablo en dos mil nueve (The roost y Trigger man fueron sus dos primeras obras pero no llegaron a trascender tanto como ésta), atreverse a tomar el relevo de Eli Roth en Cabin fever 2 un año más tarde, participar en la excelente antología de terror V/H/S hace unos meses (así como en la irregular The abc’s of death) y debutar como actor poco después en la sobrevalorada Tú eres el siguiente (regresando unos meses atrás merece la pena mencionar la excelente The innkeepers), el prolífico Ti West vuelve a situarse detrás del objetivo con un trabajo bastante diferente a los anteriores pero mucho más cercano a la actual corriente de la industria del cine, lo cual le resta (cuanto menos aparentemente) gran parte de la singularidad que hasta la fecha había asumido; el subgénero en el que se engloba la película no es otro que el del tan recurrido últimamente supuesto material encontrado, basándose el mismo, en resumen, en imitar una grabación real donde la filmación es parte de la escena, recurso que sumerge al espectador en la trama pero perjudica (o más bien facilita la edición del responsable al precisar menos dinero para proceder a ello) a la calidad del producto final, estando poco menos que obsoleto tras dejar grandes obras de terror como [REC] y El último exorcismo, sin olvidar que la precursora de todas cuantas vinieron tras ella (por el inmenso prestigio que supuso para el territorio patrio que fuera codirigida por Eduardo Sánchez bien vale la pena mencionarlo) es la inteligentemente publicitada y escasamente interesante El proyecto de la bruja de Blair, cuyo rodaje de produjo invirtiendo la paupérrima cifra de treinta y cinco mil dólares.
Se conocen de sobra todas las artimañas que se pueden emplear en un metraje de pareja índole, los tiempos que debe seguir, la estructura que sin duda respetará e incluso los recursos de los que se hará gala tratando de sorprender cuando apenas recordará vagamente a títulos mejores, o al menos eso se podía asegurar hasta ahora, pues el realizador de treinta y tres años originario de Wilmington justifica por qué es considerado uno de los grandes autores del actual panorama cinematográfico, y lo hace a lo grande, valiéndose de cada pequeño detalle que el entorno y el modo de grabación seleccionado le permiten para presentar una producción igual de especial que sus predecesoras con la salvedad de que realmente no aporta demasiadas novedades conjuntivas, por no sentenciar ninguna; entender el por qué de la elección del formato para contar la historia que se narra es una tarea bien sencilla, y es que basarse a un nivel referencial bastante importante en la tragedia de Jonestown (considerada la mayor masacre estadounidense por causas no naturales hasta los atentados del 11-S, contabilizándose alrededor de novecientos muertos debido a la ingesta de altas dosis de veneno previo lavado de cerebro) acontecida a finales de los setenta aunque se ambiente en la actualidad para facilitar la comprensión obviando acreditar dichos hechos reales para fingir una filmación verídica elimina el factor de credibilidad de la inspiración en el suceso (y, por ende, la respetuosa fidelidad plasmada no hace sino desperdiciarse) pero aumenta el poder de impacto del lavado de cerebro y la imposibilidad de revelación que padecen los integrantes de semejantes familias religiosas, quienes se refieren al suicido como una indolora prueba de sacrificio y a la donación de posesiones como un necesario acto de fe.
El corresponsal Sam (Alfred Bowen, sus participaciones siempre son sinónimo de calidad interpretativa) y el cámara Jake (Joe Swanberg, impreciso aun asumiendo un rol secundario de escasa complejidad), dos reporteros de la empresa multimedia Vice (con sede en Williamson, Brooklyn, se centra en emitir noticias internacionales de arte y cultura ignoradas por la mayoría de medios de comunicación debido a su controvertido y provocativo contenido a más de una treintena de países con un estilo comúnmente conocido como inmersionismo, es decir, de un modo subjetivo), aceptan acompañar al reconocido fotógrafo de moda Patrick (Kentucker Audley, descompensada es su labor al pasar de otorgársele un gran protagonismo a apenas aparecer en pantalla) a una remota comunidad rural abstemia de Mississippi con el propósito de comprender los motivos que han estimulado el repentino aislamiento de Caroline (Amy Seimetz, a excepción de cuando simula estar ebria borda su cometido de ciega fidelidad que abduce la esencia del ser), hermana de éste último que superó su drogadicción gracias a la autosuperación que proclama dicha congregación; emprenden el largo viaje desde la capital estadounidense hacia el sur de la región guiados por las escuetas y extrañas instrucciones que la joven a la que buscan les ha proporcionado a través de una misteriosa carta, llegando en helicóptero (no existe otra forma de proceder) con la advertencia por parte del piloto del mismo de que la jornada siguiente regresará a la misma y hora y partirá inflexiblemente con o sin ellos, siendo el armado recibimiento sólo el preludio del asfixiante y constante control al que serán sometidos.
Una vez solventados los primeros problemas (el hecho de que hayan acudido al encuentro de la chica tres y no uno como previamente se había acordado compromete tempranamente la expedición) llegan, tras un trayecto de dos quilómetros en camioneta, al lugar donde las necesidades de todos se cumplen por igual distanciándose del imperialismo, la violencia, la pobreza, el racismo e innecesarios ataques a los derechos humanos básicos (así versa parte del contenido de un comunicado que les es entregado a los considerados invitados), la Parroquia del Edén, territorio que se rige por la voluntad de Dios encarnado en la figura de alguien al que se idolatra, Charles (Gene Jones, realmente imponente, sobre todo en la sublime entrevista que concede a los nuevos prisioneros, pues abandonar el emplazamiento no es posible, ), al que se dirigen bajo el apodo de Padre y cuyo poder de manipulación es tal que nadie duda de su conexión directa con la voz del Señor ejerciendo de humilde guía espiritual; la hospitalidad de la que presumen tan radicales entregados en contraprestación a la falta de modernidad quedará en entredicho cuando se revele que quienes se rebelan contra las imposiciones del sabio (quien parafrasea citas romanas como “no os conforméis con los patrones de éste mundo sino transformaos mediante la renovación de vuestra mente” e inventa sentencias propias como “llega el día en el que la calidad de tu vida vale más que el tiempo que te queda”) y, así, lo que para los miembros allí residentes (el abanico de edades, razas y complexiones es amplio) es el Paraíso en la Tierra para los recién llegados, tildados por cierta sufridora y al final denunciadora madre de forasteros, será un verdadero Infierno...
A pesar de presentar algún defecto de considerable repercusión global (el poco aprovechamiento de los paisajes y las escasa relevancia de las utopías mentales que las espirituales convicciones ofrecen), The sacrament asombra, entretiene e hipnotiza (en especial a lo largo de la primera hora, sesenta minutos en los que la tensión es tal que casi puede cortarse con un cuchillo si no fuera porque emplear uno originaría todavía más problemas a los protagonistas, una dupla con la que es imposible no empatizar desde el primer instante merced al carisma que poseen y la soltura con la que manejan el percal que paulatinamente se complica hasta límites insospechados), tres términos que prácticamente nunca confluyen gratamente; no es ningún misterio que aportar matices al subgénero al que pertenece el metraje es arduo complicado, pero aquí sí se hace al ofrecerlo en modo de espectáculo televisivo con un comienzo de intenso ritmo que rompe con la habitual parsimonia inicial, y es que no es tanto una cinta calificable de terror propiamente dicho (lo cual puede llegar a decepcionar a los puristas) como una penetrante pieza que muestra el fanatismo llevado hasta deletéreos extremos, siendo una inocente indagación de una comunidad cristiana una pavorosa experiencia (por trazar un leve símil, las sensaciones suscitadas podrían equipararse a las de una imaginativa mezcla entre Red state y Sound of my voice) y, aunque algunos de los problemas que alberga se hacen muy evidentes, la mayoría de ellos podrían justificarse por ofrecer un ángulo relativamente desemejante del usualmente explotado, lo cual siempre es de agradecer y más cuando el conjunto se conforma tan sólidamente evitando recurrir a pobre sensacionalismo y múltiples reminiscencias.
Daniel Espinosa
We are what we are
(Jim Mickle, 2013)
Ficha técnica
Título original: We are what we are
Año: 2013
Nacionalidad: EEUU
Duración: 106 min.
Género: Drama, Suspense
Director: Jim Mickle
Guión: Jim Mickle y Nick Damici
Reparto: Julia Garner, Ambyr Childers, Bill Sage, Kelly McGillis, Michael Parks, Wyatt Russell, Nick Damici, Vonia Arslanian y Annemarie Lawless
Sinopsis
Una familia aparentemente sana y benévola que siempre se ha mantenido fiel a sí misma por una buena razón es bien distinta a puertas cerradas, y es que el patriarca Frank lleva la batuta del clan con riguroso fervor, decidido a mantener sus costumbres ancestrales intactas a toda costa; como si de una tempestad de lluvia torrencial que acecha la zona se tratase, la tragedia los golpea cuando las hijas, Iris y Rose, se ven obligadas a asumir responsabilidades que van más allá de lo común.
Crítica
De la mano de Jim Mickle (el flamante responsable de la sobrevalorada Stake land), y tras su exitoso paso por el Festival de Sundance 2013 y el Festival de Cannes 2013, aterrizó en el Sitges Film Festival 2013 la revisión (tremendamente libre) de la mexicana Somos lo que hay que ya pudo verse en la edición del amplio y heterogéneo universo del certamen catalán del dos mil diez, brindándola el respetable a su conclusión una merecida ovación tanto al propio autor en reconocimiento a la labor realizada tras las cámaras como a la película en sí misma, posibilitando disfrutar de nuevo del género caníbal como bien merece (entre ésta, la al menos singular Shopping tour de Mikhail Brashinsky y la muy disfrutable The green inferno de Eli Roth parece ser que la temporada pasará a los anales de la historia como una de las más prolíficas de dicha vertiente cinéfila); la mejor noticia (al margen de que el director sea una inmejorable elección para llevar las riendas de la película) es que, como bien señalaban las primeras críticas vertidas sobre la misma, el remake difiere considerablemente en cuanto al tono de la original, expresándolo el mismo al declarar que “intentar superar la película mexicana jugando a su mismo juego no creo que hubiera sido una buena idea, por lo que hemos seguido nuestro propio camino, hemos considerado que las chicas nos tienen que gustar y no perderlas como personajes al tiempo que intentar ponernos en su piel”, optando por ello por un cambio de guión sumamente arriesgado que ha sabido desarrollar con mucha prudencia y mayor acierto porque, ateniendo a que el último término puede entenderse como atención, lo valiente no quita lo cortés.
Un leve tintineo de teclas de piano acompaña los créditos de We are what we are observándose una sucesión de evocadores planos que muestran cómo la lluvia torrencial (simbólico fenómeno atmosférico que debe relacionarse con la tragedia que está a punto de golpear a la familia protagonista) empieza a caer sobre la pequeña ciudad neoyorquina en la que se desarrolla la acción (no propiamente sino en sentido figurado), presenciando el espectador poco después cómo una mujer a la que la está saliendo sangre por la boca se golpea accidentalmente contra un poste metálico y cae fulminada despareciendo su cuerpo bajo las sucias aguas de un profundo charco, primeros minutos que prefiguran el tono minimalista y la atmósfera sobrecogedora que primará a lo largo del metraje; lo curioso del caso es que, a pesar de que todavía no se ha estrenado en cines y por lo tanto no ha habido ningún tipo de reacción por parte del público más allá de los citados festivales en los cuales se ha ido pudiendo ver, la compañía distribuidora Memento Films ya ha confirmado una precuela y una secuela, la primera firmada por el finlandés A.J. Annila sin fechas estipuladas oficialmente y la segunda por el propio Jorge Grau a lo largo del año próximo, lo cual deja entrever que la derivación temática confeccionada, aparentemente limitada aunque presumiblemente atrayente, da mucho margen de maniobra no solo para la ocasión sino para trabajos futuros, algo que, en efecto, es así sin lugar posible a debates a juzgar por la determinación y versatilidad mostrada.
En México, más concretamente en la provincia de Nueva York (puede que se trate de mera coincidencia pero todo hace pensar que la localidad ha estado escrupulosamente buscada en aras de ensalzar la universalidad de lo propuesto al trazar una delgada línea entre lo que allí sucede y en la famosa ciudad acontece en planos diferentes pero equiparables), Frank (Bill Sage, inmenso en su labor al firmar una de las mejores interpretaciones de la historia del cine) y sus dos hijas Rose e Iris (Julia Garner y Ambyr Childers respectivamente, ambas pletóricas aun mostrándose débil la una y fuerte la otra) tratan de sobrellevar el duelo que les ha supuesto perder a su amada mujer y querida madre al tiempo que siguen cuidando del pequeño de la casa a pesar de la terrible penuria alimenticia que padecen, ansiando las hermanas huir junto a él lejos de ese hogar y desprenderse del castigo diario que padecen al sentirse insanamente presionadas; cuando la hambruna empieza a hacer estragos en el aparentemente sano y benévolo seno familiar una fecha señalada para todos ellos está a punto de llegar por bendición divina (en este punto cabe señalar que la religión está en todo momento presente para demostrar que ésta se sitúa por encima de todo, incluso de la moralidad, y que las convicciones debidamente transmitidas calan tan hondo en el enseñado que el mismo acaba por aceptarlas e interiorizarlas, como da buena muestra de ello la sangrienta decisión final de las jóvenes), una excéntrica costumbre que el patriarca hace perpetrar con riguroso fervor la mantenencia intacta de la ancestral tradición de ingerir carne humana una vez al año, algo a lo que el doctor Barrow (Michael Parks, tan convincente como en la polémica ganadora del Sitges Film festival dos ediciones atrás Red State aun siendo su personaje completamente opuesto respecto a la presente ocasión), achaca a un efecto secundario de una enfermedad nada común presumiblemente hereditaria (es de agradecer que todo se base en razonamientos médicos y psicológicos y no en meras perversiones carnales), teórica transmisión genética que se demostrará de manera clarificadora (y explícita) cuando las circunstancias más lo requieran...
Si la original retrataba a un clan de caníbales pugnando por sobrevivir en una pútrida urbe mejicana sazonando el relato de humor negro y crítica social, el nuevo acercamiento es más bien frío y aterrador, exento de detalles que contribuyan a suavizar la historia (se podría considerar la excepción que confirma la regla cierta escena tórrida que a la postre se convierte en la segunda más impactante de la producción superada solamente por la que se traduce en la conclusión de la cinta), el más puro ejemplo del denominado “american gothic” que engloba amenazadoras casas de madera, inexplicables desvanecimientos, crepitantes y sótanos y demás elementos perturbadores que definen el valor y la necesidad de los personajes entre irremediables remordimientos y oscuras pesadillas, miedos que no serán los únicos contra los que deberán luchar para no ser devorados; se trata de una de esas propuestas de terror puramente cerebral que se estilan tan poco en la actualidad fundada en una modélica creación de alucinante clímax que realmente dejará helado al respetable, el cual deseará ansioso que la nueva obra del director, una adaptación correspondiente a una novela de Joe Landsale, escritor poco traducido en territorio español cuyas escabrosas ficciones a menudo se adentran el más oscuro corazón norteamericano, por lo que el futuro trabajo promete y mucho, no debiendo crearse desorbitadas expectativas para no percibirla insuficentemente según lo imaginado.
We are what we are es una inmejorable muestra de género refrescantemente madura que plantea un miedo nauseabundo y desata una buena dosis de sobresaltos (pese a la respetuosa fidelidad que guarda con la original se distancia lo suficiente de ella no para ser considerado un producto completamente independiente pero sí diferente), no resultando en ningún momento desechable a excepción de los compases ubicados en el ecuador al resultar los mismos de pausado ritmo, pues incluso en sus partes más excesivas (en gran parte debido a un elenco comprometido de actores muy destacables) conserva un alto nivel de credibilidad (dentro de la irreal, o cuanto menos eso se desea, historia que se plasma), siendo únicamente reprochables determinadas irracionalidades (fundamentalmente tres, que alguien pueda irrumpir en un despacho policial como si de una habitación propia se tratase, que la parsimonia de la autoridad a la hora de resolver un caso claramente preocupante como que en tres años hayan desaparecido misteriosamente una treinta de personas en un radio de ochenta quilómetros sea sospechosamente alta y que las resoluciones de algunas cuestiones planteadas a lo largo de la trama sean insatisfactorias como la opinión del menor del clan protagonista respecto a la celebración objeto de la primordial intríngulis plasmada del filme amén (término traído sin ánimo de lucro) del drama familiar sobre el que pivota la propia historia, cuyo desenlace no dejará indiferente a nadie al igual que el resto de ella, y es que Jim Mickle no pretende aprovecharse del éxito logrado por Jorge Grau tres años atrás, lo que se propone (y lo consigue con creces) es mantener al espectador en constante tensión mediante intensos giros argumentales que le imposibiliten predecir cuál será el siguiente acontecimiento, tornándose la experiencia inquietante aun ofreciendo muy poca sangre (de hecho éste podría ser un aliciente y en ningún caso un punto en contra al evidenciar que no es preciso recurrir al líquido rojo que dicta linajes para hacer retorcer el estómago), toda una muestra de cómo pueden (y efectivamente deben) aprovecharse los medios de los que uno disponga por pocos que parezcan o incluso sean.