Título original: Oculus
Año: 2014
Nacionalidad: EEUU
Duración: 94 min.
Género: Suspense, Terror
Director: Mike Flanagan
Guión: Jeff Howard y Mike Flanagan
Reparto: Karen Gillan, Brenton Thwaites, Annalise Basso, Garrett Ryan, Katee Sackhoff, Rory Cochrane, James Lafferty, Miguel Sandoval, Kate Siegel, Scott Graham, Mochael Fourtic, Justin Gordon y Bob Gebert
Sinopsis
Un asesinato dejó a dos niños huérfanos, culpando las autoridades al hermano del crimen mientras que la hermana creció creyendo que el verdadero culpable fue un antiguo espejo maldito; ahora, completamente rehabilitado y con veinte dos años, él está listo para rehacer su vida, pero ella está decidida a demostrar que fue lo que destrozó a su familia...
Crítica
En dos mil seis, Mike Flanagan realizó un cortometraje en el que un hombre se enfrentaba a un misterioso espejo, el título del trabajo en cuestión era Oculus chapter 3: The man with the plan y ha sido retomado en la actualidad como origen del mal dotando a la anécdota de más misticismo y mayor fundamentación, teniendo como principal protagonista no corpóreo a una especie de maldición ancestral contenida en el mismo y una venganza dentro del entorno de un clan de corte clásico (los componentes son un matrimonio y dos hijos, uno de cada sexo), un debut en el siempre complicado y sumamente diferente respecto al del de corta duración terreno del largometraje que cumple y sobresale de entre el predecible género de terror actual, castigado con secuelas y revisiones tan prescindibles como delusorias, al plasmar cuán terribles pueden ser las consecuencias de un trauma del antes en el después, del pasado en el presente; haciendo uso de una atrayente estructura temporal, el autor experimenta con dos laicismos de manera práctica disolviendo la barrera estacional mezclando los miedos propios de la infancia con los que muchos adultos comparten, consiguiendo logrados climas con efectivas actuaciones pero, sobre todo, acertadas decisiones desde la vertiente direccional, siendo por ende una grata, interesante y espeluznante experiencia que nada tiene que envidiar a grandes obras alabadas por crítica y público, y es que ésta pieza repleta de espejismos e ilusiones de apenas cinco millones de dólares presupuestarios resulta tan atractiva como interesante, destacando la formidable labor de Michael Fimognari en la fotografía de entre el resto (todos cuanto menos notables salvo escasas excepciones) de apartados.
Once años atrás (los eventos se circunscriben en dos períodos diferentes narrándose paralelamente a través de múltiples revelaciones sin respetar lo más mínimo el concepto de cronología), el programador de computadoras Alan Russell (Rory Cochrane, odioso papel pero notable labor) se muda a una nueva casa junto a su esposa, Marie (Katee Sackhoff, sencillamente sublime en todo el dramático abanico que interpreta), y sus dos hijos, Tim y Kaylie (Brenton Thwaites y Annalise Basso, ambos más que convincentes pero igualmente eclipsados por sus respectivas encarnaciones juveniles, Garrett Ryan y Annalise Basso), de diez y trece años, adquiriendo al poco de mudarse un antiguo espejo para decorar su oficina; esa misma noche comienza a tener alucinaciones de una mujer con ojos brillantes y, con el paso de los días, el padre de familia se vuelve progresivamente psicopático, siendo el causante de tan radical cambio de comportamiento el citado objeto ornamental, el cual tiene el poder, entre muchos otros, de alterar por completo la percepción de aquellos que se encuentran en su esfera de influencia hasta propiciar no sólo su muerte (hacer olvidar las necesidades básicas como beber agua y alimentarse cada ciertas horas, es su proceder habitual, algo que no se cita explícitamente pero se deja entrever suficiente y tenazmente) sino también la de quienes pueden contactar (tanto física como telefónicamente, pues la manipulación de los dispositivos móviles es una recurrencia usual) con el mismo, y sucede precisamente con el clan en cuestión, dejando a los niños huérfanos.
Las consecuencias de tan atroz acto criminal comprenden que Tim acabe recluido en un correccional para enfermos mentales destinado al cuidado de menores al ser condenado por el doble asesinato y Kaylie sea enviada a un hogar de acogida, reuniéndose de nuevo por motivo del veintiún aniversario de él tras ser considerado completamente rehabilitado y poder salir al fin de la institución pero, el encuentro con su hermana, tempranamente le obliga a recordar lo sucedido y emprender un peligroso experimento junto a ella en aras de demostrar su inocencia al tiempo que comprender lo realmente ocurrido mediante la puesta en práctica de la teoría de ésta, según la cual todo se debió a la manipulación del influjo del imponente espejo (el largo historial de víctimas es relatado por parte de la integrante femenina de la dupla parental); el intrincado sistema urdido para proceder a ello (alarmas, filmadoras y demás artilugios preventivos) y activar, cuando sea oportuno, el interruptor de la muerte (un afilado péndulo que teóricamente lo destruirá a menos que se detenga cada media hora) para evitar que más dueños se conviertan en difuntos poseedores, pero la tarea no resultará nada sencilla y es posible que las autoridades acudan al lugar de los hechos, una vez más, por motivos bien diferentes a los pretendidos...
El término que da título a la película hace referencia al ojo en el campo anatómico y a la yema de una planta en el botánico, siendo ambos significados cuanto menos elocuentes (uno por razones obvias y el otro si se dibuja una delgada línea entre los humanos y los vegetales ateniendo a la compartición del proceso existencial de ambos, naciendo, creciendo y muriendo fragmentada e indivisiblemente como bien se recoge en determinados compases a modo de muestra del poderío que el ente que acecha a los protagonistas alberga) en el buen uso de las perspectivas enfrentadas que hábil (qué duda cabe del valor que tiene urdir una historia atípica) y complejamente (bebiendo directamente de clásicos como El resplandor y Terror en Amityville se muestran destellos de imaginación que, dejando la lógica a un lado en algunos momentos de dudosa credibilidad racional, producen una creciente sensación de pavor sustentado en la primacía del suspense sobre la sangre) se da gracias en gran medida a un genuino montaje en el que la colocación de la cámara en lugares lógicos pero poco comunes logra aumentar paulatinamente la tensión; el arranque es meteórico y, aunque luego la trama se adentra bastante en densas explicaciones que lastran la exposición de los acontecimientos realmente importantes (hasta la impactante e intensa finalización del filme el espectador desconocerá lo ocurrido primeramente, dejándose de todas maneras muchos detalles sin explicación), el meticuloso cuidado que se observa en las escenas más truculentas, sin ser demasiado explícitas pero consiguiendo el golpe de efecto necesario, así como el muy moderado uso de la grabación en primera persona (mucho menos de lo habitual en este género pero aportando una subjetividad de considerable oportunismo), hacen que la promesa de una inminente secuela (el desenlace deja una gigantesca puerta abierta a dicha segunda entrega) se perciba como celebrable.
Habrá quienes aseguren que Oculus sólo presenta una buena atmósfera pero un nulo contenido (lo cual no es del todo cierto pero el hecho de ir resolviendo los diferentes percales que acontecen según el responsable desea basándose en los artificios a los que recurre el objeto reflectante de la cinta, perfecto antagonista donde los haya, no termina de convencer), pero ¿acaso es exigible algo más en esta clase de producciones?, la respuesta es inmediata, no, porque argumentar que el tal vez algo desmedido uso de la música de suspense durante todo el metraje se debe a la pobreza de la historia no es viable, pareciendo bastante evidente que se lleva a cabo para enfatizar la dureza de aquellas escenas que requieren más refuerzos y magnificar la belleza de la fotografía, un apartado visual que mezcla pasado y presente con paulatino raciocinio (al principio no se da explicación alguna y se trata de una sucesión de situaciones a cada cual más extraña que desorienta enormemente, pero después empiezan a aclararse en gran medida, aunque no todas, observándose ciertas lagunas un tanto criticables); se trata de una película eficaz y sensata manejada sutil e inteligentemente a través de un reparto fenomenal que sufre la ira de unos fantasmas que no suponen el factor terrorífico, sino que éste lo encarna el interesante juego de contextos (puede que por ello decepcione al gran público ávido de terror), apelando a la vivacidad de su bien estructurado guión y la correcta ejecución del operador, no siendo un clásico ni una cinta revolucionaria pero sí un estupendo vehículo de entretenimiento recomendable para todo aquel que disfrute del cine inventivo, acertado y no pretencioso, tres factores que costosamente confluyen acertadamente y que aquí lo hacen.
Daniel Espinosa
Tusk
(Kevin Smith, 2014)
Ficha técnica
Título original: Tusk
Año: 2014
Nacionalidad: EEUU
Duración: 96 min.
Género: Drama, Suspense
Director: Kevin Smith
Guión: Kevin Smith
Reparto: Justin Long, Michael Parks, Haley Osment, Genesis Rodriguez, Ralph Garman, Johnny Depp, Harley Morenstein, Bill Bennett, Rob Koebel, Paula Jilling, Jennifer Schwalbach, Harley Quinn y Lily Depp
Sinopsis
Un periodista ansioso de historias extrañas contacta con un misterioso hombre que asegura tener muchas peripecias que contarle; así, guiado por su insaciable curiosidad, decide ir a entrevistarle en su domicilio...
Crítica
Desde que en el mil novecientos nueve el ilusionista francés George Méliès firmara la primera revisión (al menos documentada) del cine (el prolífico innovador en el uso de los efectos especiales hizo gala de su liderazgo innato para hacer lo propio con Excursión en la luna recreación de su original Le voyage dans la lune), muchos han sido los realizadores que, valiéndose del trabajo de otro (al fin y al cabo todo se puede resumir en eso por más que se trate de maquillar el lucro), han hecho suyas ideas ajenas para repetirlas de forma mínimamente alterada sino exacta, debiéndose entender como tal tanto la copia íntegra como la modificada a partir de pequeñas añadiduras o supresiones; pues bien, Tusk no pertenece a ninguno de los dos grupos al derivarse de otra sin traspasar el límite de la inspiración, sirviendo en cualquier caso para que se cite y por ende promocione gratuitamente la producción inspiradora en cuestión, The human centipede, la locura extrema urdida por Tom Six en episodios (ya han visto la luz dos y un tercero lo hará próximamente respetando la fórmula exponencial de las anteriores, pasando de las iniciales tres víctimas a doce y ahora se asegura serán un centenar), una de las franquicias más desagradables y concienciadoras de cuán perturbada puede ser la mente humana del séptimo arte, no bebiendo directamente de ella la presente pero pudiéndose vincular las respectivas intríngulis sin apenas compartir nada (el reemplazo de un ciempiés por una morsa no es ni mucho menos la única salvedad que se observa).
El despiadado locutor de radio Wallace (Justin Long, tan magistral como en la pseudodesconocida pero muy recomendable Jeepers Creepers pese a no pronunciar palabra entendible alguna en el último tercio, siendo por ello su tarea más admirable si cabe), cuyo cometido consiste en viajar por todo el mundo para conversar con gente interesante o rara (esos son los dos adjetivos que más valoran a la hora de tantear una opción) y que ejerce labor (no se especifica si profesional o vocacionalmente) junto a su mejor amigo Ted (Haley Joel, el carismático niño con poderes extrasensoriales de la impactante El sexto sentido que ha pasado de sentir miedo a infundirlo con su desmesurada corpulencia) en Los Ángeles en una especie de estudio que han ido mejorando a medida que su éxito se ha hecho viral (su programa, que se publica periódicamente en internet, se ha convertido en un fenómeno de masas al ejemplificar el libertinaje de la generación actual divagando real y provocativamente sin aparentes repercusiones); la metodología que siguen es recibir materiales de sus seguidores y valorar si merece la pena partir hacia donde residen para entrevistarles, siendo el último un vídeo (significativamente titulado “The Kill Bill Kid”) en el que un chico hace alarde de su dominio de la catana para ser merecedor de considerarse un maestro de la automutilación (“no necesito las dos piernas porque no corro maratones”, comenta la dupla receptora de la pieza doméstica), reproducción tras la cual emprende el rumbo hacia Manitoba (en el Gran Norte Blanco) para reunirse con tan celebridad (a su modo) canadiense (a su llegada a la considerada por el controlador aéreo con el que conversa nación optimista y tolerante las sátiras patrióticas, tales como “la tristeza fue inventada por los estadounidenses” se suceden) y gozar al fin de la fama que siempre ha ansiado, pero ésta resulta que ha muerto (de hecho se ha suicidado) reciente y torpemente.
Tratando de aprovechar el desplazamiento (y los quinientos cincuenta dólares que le ha costado llevarlo a cabo) acudir a la casa de Howard (Michael Parks, antagonista de reputada trayectoria al que la edad, como ya demostrara en Red State, no le supone un obstáculo sino una contracción de experiencia casi divina), un anciano que le llama poderosamente la atención (escrituralmente, mediante un anuncio colgado en los servicios de un bar de carretera que versa, extrayendo las partes más reseñables de la carta, “soy un viejo que ha disfrutado de una vida en el mar... orgulloso de haber transitado por un camino peculiar... tras eones de aventuras oceánicas me encuentro como un marinero de agua dulce... sé que no deseo pasar sólo el resto de años que me queden en una casa gigante... tengo tantas historias que contar...”) y con el que se cita para tratar de saciar su fascinación; las doras horas de conducción que ha invertido para llegar desembocan en una pequeña mansión, Pippy Hill, cuya decoración inspira bastante desconfianza y el trato de su dueño (la postración en silla de ruedas no le impide lucir una elegante indumentaria) desconcierto al ir alternando elegantes citas literarias (entre ellas “siempre haz sobrio lo que dijiste que harías borracho, eso te enseñará a mantener la boca cerrada” de Ernest Hemingway, con el que afirma compartió un momento neonazi de lo más delirante) con soeces acotaciones personales (la más escatológica la que hace referencia a su esposa cuando decía que “es mejor el santo que el pecado y afuera que adentro”), una dualidad que se enrarece todavía más cuando, entre las muchas cosas que posee, el invitado encuentra el vigoroso miembro de una morsa (concretamente el denominado “baculum”, el hueso que poseen en el pene la mayoría de mamíferos placentarios para asistirlos en la relación sexual manteniendo la rigidez del animal durante la penetración coital), a su juicio la criatura más noble que ha creado Dios (le marcó mucho que un ejemplar, al que llamó Tusk en honor a su cuidador, le salvara cuando estaba a la deriva).
Wallace no tardará en percatarse de que la predilección por dicho vivíparo es enfermiza (llega a afirmar que es “el único éxtasis que esta vida inmunda me ha permitido” y a despreciar a la raza humana sentenciando que las personas “son como océanos de mierda”) y que el propósito del lunático secuestrador, confesado sufridor de una existencia de lo más infernal (huérfano, torturado y violado), no es otro que el de convertirlo en uno de ellos, procediendo cual experimentado carnicero (la extracción de la lengua, los dientes y otras partes más extensibles del cuerpo obedecen a un plan perfectamente ideado aunque hasta ahora no ), uno más afectado mentalmente que la industria relojera clásica en virtud de la digital (entendiendo como tal aquella que integra los teléfonos móviles automáticamente, el aparato más colonizador de todos los tiempos y cuya dependencia actual traspasa la racionalidad más flexible); la ausencia de señales de vida del periodista provoca las sospechas de su círculo más íntimo, el cual se embarca en su búsqueda y, con la ayuda de Guy (Johnny Deep, secundario de lujo al que pocas veces se le ha apreciado tan desubicado e importuno), un antiguo inspector de homicidios francés de insanos hábitos y extremo estrabismo, en la incierta búsqueda del asesino serial, con la presión de hallarlo prontamente para evitar que la tragedia que se está fraguando (y consumando a partir de múltiples intervenciones) en la recóndita residencia ubicada en mitad de uno de los frondosos bosques alejados de la urbe, propiciando que ciertos elementos típicos de la comedia, el drama, el suspense e incluso el terror confluyan drástica y fugazmente.
Tusk (cuya apropiada traducción sería Colmillo, no cabiendo confundirla con el trabajo francés homónimo de mil novecientos ochenta orquestado por Alejandro Jodorowsky) luce irregular en todos y cada uno de sus apartados, desde la fotografía de James Laxton (si bien la oscuridad que impera es necesaria no lo es tanto la mostración explícita del maquillaje, restando la sensación de que hubiera sido mejor insinuarlo superficialmente) hasta la música de Christopher Drake (la pertinencia de los temas es más que discutible), pero el reclamo fílmico reside en la singularidad argumental y ésta al menos se produce, aunque tampoco trascienda (tampoco parece pretenderse algo diferente) de curiosa y falten motivaciones suficientes para justificar su existencia, agradando el presente trabajo del siempre polémico Kevin Smith (ganador del premio al mejor largometraje en la Sección Oficial del Sitges Film Festival 2011) a quienes guste éste tipo de propuestas en las que el impacto visual permanece en un primer plano pese a que no esté muy logrado obviándose enfatizar un enfoque psicológico más que propicio; sostener que se trata de una película de culto resulta un tanto atrevido, pues durante los ciento dos minutos de duración que comprende (pese a que la trama concluye a los noventa y seis la misma abarca también los créditos finales en los que se recoge una conversación entre el director y el elenco analizando el guión a modo de descafeinada reunión, así como la microescena terminal que no aporta absolutamente nada) se antojan redundantes (a excepción del primer tramo y la exprimible faceta narrativa de Michael Parks, tan impagable como su encarnación de ángel caído del cielo) y, en resumidas cuentas, peculiares pero altamente decepcionantes por escasas que sean las expectativas depositadas.
Daniel Espinosa
Zombeavers
(Jordan Rubin, 2014)
Ficha técnica
Título original: Zombeavers
Año: 2014
Nacionalidad: EEUU
Duración: 81 min.
Género: Comedia, Terror
Director: Jordan Rubin
Guión: Al Kaplan, Jon Kaplan y Jordan Rubin
Reparto: Cortney Palm, Lexi Atkins, Rachel Melvin, Bill Burr, Hutch Dano, Jake Weary, Chad Anderson, Rex Linn, Brent Briscoe y Peter Gilroy
Sinopsis
Un grupo de jóvenes pretende pasar un fin de semana de diversión; su plan se truncará al cruzarse en su camino un grupo de castores zombies...
Crítica
La mejor manera de iniciarse en el celuloide hoy en día parece ser seguir la corriente que más buenos resultados esté dando (es tan variable el gusto de los espectadores de un mes a otro que una propuesta tan indecente como Sharknado puede convertirse en un fenómeno de masas y otra tan hipnótica como The possession of Michael King apenas gozar de difusión más a allá de aquellos pocos habituados a leer opiniones de corte independiente) y, respetando ésta lógica transformada por inexplicables cuestiones en máxima, Jordan Rubin decide ubicarse detrás de las cámaras haciendo uso del frecuentado subgénero de animales asesinos; la fauna siempre ha sido un gran escaparate de horrores, pero nunca antes la especie castora fue la elegida para encarnar al diablo en la tierra, al mal en la bondad, pudiéndose añadir a la larga lista a partir de ahora gracias a Zombeavers, una película cuya única pretensión es divertir y, dicho y hecho, el guión (sorprende que para urdir uno tan simple hayan sido precisas tres personas, el propio autor, Al Kaplan y Jon Kaplan) solamente va encaminado a congregar contextos cómicos para que éstos luzcan tanto como las jóvenes (sería extensible el componente masculino pero el principal es el femenino), que prestarán sus cuerpos en virtud de las afiladas y enormes paletas de los mismos.
Ateniendo a la desmesurada expectación que esta clase de películas de pura serie z (tildarla de b sería un alago inmerecido) no estaría de más llevar a cabo un exhaustivo estudio social con el objetivo de tratar de comprender a qué se debe tan decadente reclamo masivo (las colas de las proyecciones en el Sitges Film Festival 2014 alcanzaban cotas realmente desorbitadas y en la edición del dos mil quince, ofreciéndose de forma gratuita en el recientemente estrenado Espacio Movistar, la masiva afluencia provocó más de una declinación de acceso a pesar de haberse exhibido en algunas salas comerciales y otros certámenes meses antes), generándose un ambiente sobrecogedor del que uno forma parte aunque no pretenda hacerlo; sin embargo, una cosa es y otra muy distinta la valía de la producción, en este caso un cúmulo de sandeces que atrapa en su primera media hora (las filmadoras simulando ser los rabiosos portadores en movimiento al más puro estilo Sam Raimi en la mítica Posesión Infernal son una delicia) pero decepciona el tiempo restante (tampoco demasiado, pues abarca setenta minutos más diez de tomas falsas y menos de uno tras la mención de quienes han hecho posible el filme, minúscula aportación cuya función no es otra que la de dejar entrever que una secuela verá la luz con abejas como protagonistas), pues recrearse en esculturales cuerpos (si bien senos al desnudo, cómo no operados, sólo se recogen dos mediante el alegato de conseguir un moreno sin líneas) y abusar de infantiles comentarios no hace sino aburrir antes (para muchos) o después (para los pacientes).
Dos descuidados (y poco menos que temerarios) transportistas de residuos tóxicos (cuyos rostros sólo se captan al principio y al término, contrayendo no obstante una relevancia suprema en cuanto a devenir de los acontecimientos se refiere) sufren una pequeña colisión que da como resultado la pérdida de un bidón, el cual viaja río abajo (puede que sea oportuno que la acción transcurre íntegramente en un frondoso e impoluto bosque y, más concretamente, en una solitaria ciénaga) hasta impactar contra un dique de castores, convirtiéndoles en no muertos sedientes de vísceras y, en especial, de sangre; paralelamente, Zoe, Jenn y Mary (Cortney Palm, Lexi Atkins y Rachel Melvin respectivamente, trío de féminas a cada cual más atractiva que bordan sus estereotípicos papeles), tres inseparables amigas que comparten algo más que gusto por la moda (a medida que la trama avance se irán desvelando), se disponen a realizar una escapada de fin de semana junto a su perro Gosling a la casa de la última citada (desocupada al encontrarse veraneando sus inquilinos habituales, o lo que es lo mismo, sus primos) para alejarse de la civilización que tanto las estresa y los chicos que cada vez menos empatía las despierta (lo cierto es que la orgía de seguridad que determinado macho alfa plantea más tarde las otorga algo de razón).
La cabaña en cuestión, sin disponibilidad de cobertura (las llamadas sólopueden emitirse desde un teléfono fijo, aparato al que muchos ya no tienen afecto alguno) ni asistencia médica (el hospital más cercano está a cincuenta quilómetros de distancia), se encuentra próxima al lugar del fatídico incidente, no tardando ninguna de ellas en sentir odio por el campo (alguna por el mero hecho de que no haya farolas, y es que la inteligencia brilla por su ausencia en ellas como bien demuestra el detalle de concebir que la orina de los roedores es verde) y los hombres, pues sus parejas (actuales y anteriores) han acudido también a la fiesta; unos atacando con precisas comidas de árboles (al caer e impactar sobre sus presas acaban con ellas) y otros defendiéndose con bates, mascotas, cuchillos, rifles, hachas, martillos y estacas (éste es el listado completo del arsenal), la batalla se tornará campal a medida que el vecindario entre en contacto con el parásito giarda, tan contagioso por naturaleza como letal por contracción, debiendo aislarse el ahora sexteto sellando todas las puertas y ventanas para impedir que acaben con ellos, pero han omitido que los sentidos de la amenaza están mucho más desarrollados que los suyos y, sobre todo, que saben (mucho y bien) cavar túneles...
Contrarrestando la falta de originalidad con enormes muestras de desparpajo (más bien poco grato, por otro lado), Jordan Rubin firma una cinta en la que todo se reduce a peluches persiguiendo jóvenes de buen ver, simplicidad que provoca risas y vergüenza ajena por igual, una invitación formal a acudir al funeral del matrimonio entre el terror y los zombies enviada por los compositores de otra deleznable obra, Pirañaconda aunque, a diferencia de aquella, ésta al menos sigue una táctica más despreocupadamente convincente; acudir a la sala (o, en su defecto, al visionado casero) sin mayor pretensión que la de pasar un rato ameno es una condición esencial para considerar Zombeavers un largometraje limítrofe (siendo conscientes de la poca exigibilidad que implica), no llegando a la indignidad pero tampoco significando más que una serie de efectos de ínfima calidad (de hecho tal característica engrandece semejantes productos) con dos vigorosos alegatos diferenciales, la luminiscencia de los ojos de los envenenados (la reminiscencia de la ya añeja pero inolvidable El pueblo de los malditos de Wolf Rilla es inevitable) y los créditos de apertura (los mismos aúnan imágenes reales y animadas lujosamente), ni uno más amén del presunto y ya sabido encanto global que de semejante parodia cíclica se concibe.