Título original: The possession of Michael King
Año: 2014
Nacionalidad: EEUU
Duración: 77 min.
Género: Drama, Terror
Director: David Jung
Guión: David Jung y Tedi Sarafian
Reparto: Shane Johnson, Cara Pifko, Ella Anderson, Dale Dickey, Julie Niven, Jed Rees, Tomas Arana, Patricia Healy, Freda Foh y Luke Baines
Sinopsis
Abatido por la pérdida de su esposa, un director de documentales se dispone a realizar un reportaje sobre la espiritualidad; intentando desmentir lo sobrenatural, el proyecto acarreará ciertas consecuencias...
Crítica
Sin intentar en ningún momento instalar el debate sobre la ciencia contra el culto (algo que hubiese sido interesante de tratarse tan certeramente como en El exorcismo de Emily Rose), el debutante David Jung hace que el hombre que da nombre a su ópera prima sea poseído paulatinamente por una entidad perversa, de aquellas que espeluznan, proveniente directamente de la demonología más dañina, y lo hace respetando un fantástico ritmo (en el primer explicativo e introductorio cuarto se plasman los síntomas para motivar cientos de dudas después y concluir con una ineluctable lucha interna final enormemente impactante), sustentando gran parte de la credibilidad de la película disfrazada de falso documental en la magnífica interpretación de un actor que, tras desfilar por varias series de televisión, se descubre como una de las revelaciones de la temporada del celuloide, bordando las dos facetas escénicas que le son encomendadas para marcar las diferencias y provocar que las expectativas, por una vez, se vean superadas por el resultado; en una disciplina artística como la cinematográfica, son las esperanzas depositadas en una obra, para bien o para mal, las que terminan marcando la diferencia, y en dicho sentido la temática de las apropiaciones de cuerpos (por denominarlo raramente) son sinónimo de no esperar nada bueno, por ello, lo que hacía presagiar una propuesta como The possession of Michael King era algo irrisorio, pero tras su visionado se puede aseverar que se trata de uno de los mejores exponentes de las ilusorias grabaciones en primera persona, pese a que refiriéndose estrictamente a escenas de pavor tal vez no sea la más convincente, pero es que no se apuesta por el sobresalto fácil sino por un aumento de la decadencia (sin llegar a dotar del debido énfasis extremista que correspondiera a algunas secuencias que impresionan pero pudieran haber generado más de un trauma de por vida) haciendo que la inmersión en la trama y la empatía con la víctima sean inexorables merced a desarrollar una historia conocida de forma inédita, mereciendo un lugar de honor en la lista de las producciones de puro y sincero terror.
Algunos presentan una adicción a fotografiarse en cualquier circunstancia (el siguiente paso natural en la actualidad es compartir las instantáneas en las redes sociales) mientras que otros basan su adhesión en documentar su vida en vídeo (con la escasa intimidad que futuras reproducciones implican), pues bien, Michael King (Shane Johnson, no existe calificación positiva posible para definir cuán gloriosa es su labor) pertenece al segundo grupo mencionado, involucrando en su enfermiza costumbre tanto a seres queridos como a extraños no pertenecientes a su círculo de confianza, un inocente entretenimiento convertido en peligrosa obsesión a raíz de que Beverly (Dale Dickey, a pesar de originar el cúmulo de infortunios su representación es meramente anecdótica), una mujer aseguradora de albergar poderes psíquicos, le augurara prosperidades si viajaba por Europa con su esposa Samantha (Cara Pifko, valorarla está de más al aparecer apenas unos segundos en pantalla aun estando dispuesta a todo para transmitirle a su cada vez más trastornado marido cierto mensaje de advertencia); el resultado de tan desacertada predicción fue la muerte de la integrante femenina de la pareja (el accidente en cuestión se especifica en la antesala de los majestuosos créditos, hasta entonces, la atribución de culpabilidades a la supuesta espiritista es directa pero no explícita) seis meses atrás, despertando en el declarado escéptico pasivo la necesidad de defender la evolución frente a la religiosidad (el negocio más provechoso del mundo según sus propias palabras), aunque su salud se vea severamente afectada aceptando ingerir sustancias anestésicas, psicodélicas y somníferas provocándole alucinaciones de diversa índole.
Con el propósito de evidenciar sus creencias (construidas a partir del resentimiento suscitado) de manera formal, se convierte en el terreno de pruebas de lo extraordinario y, publicando un anuncio bajo el título “busco pruebas de lo sobrenatural” con la esperanza de que contacten con él tanto sacerdotes como satanistas (la confrontación de ambas posturas es la intríngulis en sí misma), inicia junto a su buen amigo Jordan (Jed Rees, completamente intrascendental amén de registrar la acción hasta el ecuador) una investigación infructífera hasta que deriva hacia las artes negras y se cita con unos expertos en la materia, quienes le revelan que los dos métodos principales de invocación son la ofrenda (alma propia, servidumbre permanente, vida eterna...) y la creación del tipo de atmósfera que atrae a las entidades oscuras (caos, sangre, violencia...), decidiendo ejercitar la necromancia mediante la escritura automática (que comprende la cristaloscopia y la psicografía) para que fluya su energía y desaparezca la susceptibilidad que pernocta; tras unos instantes de incertidumbre acaba dibujando, mientras se encuentra en trance, el rostro de Saungore, comandante de treinta y siete legiones también conocido como el Gran Burlón (así como el Destructor del Pensamiento, el Criador de Hormigas y el Devorador de Niños), un ser insidioso cuya razón de manifestación se irá desvelando en las siguientes horas afectando a todo aquel que ose mantener contacto con el señalado, especialmente Beth (Julie Niven, adecuada suplente de la prematuramente ausente figura materna) y Ellie (Ella Anderson, pequeña en edad y papel), hermana e hija respectivamente del sufridor...
Tan desconcertante como el horóscopo que el periódico gratuito 20 minutos dedicaba a los libra en su edición del día diez de septiembre (textualmente “tienes que mirar las zonas oscuras que hay dentro de ti aunque te cueste hacerlo”), éste documento solidificado por la inventiva técnica del autor y la majestuosa encarnación del protagonista encuentra su mayor interés en el exhaustivo y explícito estudio de cómo y de qué manera afecta la posesión, recogiéndose los diferentes grados, desde la simple infestación hasta la entrega total del individuo, desde la propia causa hasta el último de sus efectos resultando creíbles excepto por determinados detalles (tales como que alguien no tenga internet en casa y que el sacerdote que aparece tan vilmente retratado no haga justicia a todos los clérigos exorcistas que se dejan la piel, en ocasiones literalmente, diariamente en su incansable lucha contra el mal), sin duda fruto de un guión confeccionado por el propio David Jung junto a Tedi Sarafian bastante mejorable en cuanto a consistencia argumental; cada vez más intensa y desagradable, Phil Parmet se luce en el apartado fotográfico para facilitar la firmeza impropia de un debutante, siendo no sólo la enésima ascensión de las huestes del averno a la tierra sino un viaje sólo de ida al corazón mismo de uno de los más característicos rasgos de identidad del ser humano (al menos, de aquel intelectualmente más desarrollado e inconformista), el recelo credencial, siendo todo un experimento empírico donde un hombre ajeno al folclore atormentado por una terrible y dolorosa pérdida intenta demostrar a ciencia cierta que todo aquello que no se puede aclarar, simplemente, no existe, equivocadamente convencido de que dicha certeza, a modo de placebo, es lo único que puede aliviar su insoportable e insuperable padecimiento.
Se dice que el mayor logro del diablo es convencer de que no existe, pero el metraje es la fehaciente prueba de lo contrario, la inequívoca demostración de que para encontrarlo tan sólo hay que buscarlo, partiendo del punto preestablecido del subgénero para inaugurar la función con una exposición con poco margen para la sorpresa, inoculando el relato subjetivamente con elegancia y sobriedad, para adentrar de forma pausada pero incesable hacia los terrenos pretendidos por el anfitrión de la velada para que el pesadillesco descenso sugestivo hacia las mismas entrañas del miedo más purista homenajee como es debido a clásicos del séptimo arte que antaño helaron la sangre a todos y ya parecen haber caído en el olvido (la muy común condición denominada acúferos, aquella emitida de imposible modo por las cuerdas vocales a modo de penetrantes cacofonías, se recoge magníficamente); técnicamente impecable (incluso la verdosa visión nocturna luce espléndidamente horripilante) y con una clara proyección de menos a más, la película va incidiendo en la incredulidad del público afín hasta un punto de no retorno en el cual ya es imposible dar marcha atrás y lo único que resta es precipitarse al abismo que se plasma para, con muchos efectismos visuales (de simples sombras a punzantes sagacidades), claudicar y aceptar que lo que se está disfrutando es un tipo de consternación que muchos ya daban por sentenciada, y es que su inagotable capacidad de inquietar gracias al buen empleo de los resortes del formato y la gestión de sus automatismos hipnotiza, contribuyendo asimismo a que así sea el hecho de no contener falsas moralidades.