Tusk 19-03-2024 07:40 (UTC)
   
 

Tusk
(Kevin Smith, 2014)


Tusk




Ficha técnica


Título original:
Tusk
Año:
2014
Nacionalidad:
EEUU
Duración:
96 min.
Género:
Drama, Suspense
Director:
Kevin Smith
Guión:
Kevin Smith
Reparto:
Justin Long, Michael Parks, Haley Osment, Genesis Rodriguez, Ralph Garman, Johnny Depp, Harley Morenstein, Bill Bennett, Rob Koebel, Paula Jilling, Jennifer Schwalbach, Harley Quinn y Lily Depp


Sinopsis


Un periodista ansioso de historias extrañas contacta con un misterioso hombre que asegura tener muchas peripecias que contarle; as
í, guiado por su insaciable curiosidad, decide ir a entrevistarle en su domicilio...


Crítica


Desde que en el mil novecientos nueve el ilusionista francés George Méliès firmara la primera revisión (al menos documentada) del cine (el prolífico innovador en el uso de los efectos especiales hizo gala de su liderazgo innato para hacer lo propio con Excursión en la luna recreación de su original Le voyage dans la lune), muchos han sido los realizadores que, valiéndose del trabajo de otro (al fin y al cabo todo se puede resumir en eso por más que se trate de maquillar el lucro), han hecho suyas ideas ajenas para repetirlas de forma mínimamente alterada sino exacta, debiéndose entender como tal tanto la copia íntegra como la modificada a partir de pequeñas añadiduras o supresiones; pues bien, Tusk no pertenece a ninguno de los dos grupos al derivarse de otra sin traspasar el límite de la inspiración, sirviendo en cualquier caso para que se cite y por ende promocione gratuitamente la producción inspiradora en cuestión, The human centipede, la locura extrema urdida por Tom Six en episodios (ya han visto la luz dos y un tercero lo hará próximamente respetando la fórmula exponencial de las anteriores, pasando de las iniciales tres víctimas a doce y ahora se asegura serán un centenar), una de las franquicias más desagradables y concienciadoras de cuán perturbada puede ser la mente humana del séptimo arte, no bebiendo directamente de ella la presente pero pudiéndose vincular las respectivas intríngulis sin apenas compartir nada (el reemplazo de un ciempiés por una morsa no es ni mucho menos la única salvedad que se observa).


El despiadado locutor de radio Wallace (Justin Long, tan magistral como en la pseudodesconocida pero muy recomendable Jeepers Creepers pese a no pronunciar palabra entendible alguna en el último tercio, siendo por ello su tarea más admirable si cabe), cuyo cometido consiste en viajar por todo el mundo para conversar con gente interesante o rara (esos son los dos adjetivos que más valoran a la hora de tantear una opción) y que ejerce labor (no se especifica si profesional o vocacionalmente) junto a su mejor amigo Ted (Haley Joel, el carismático niño con poderes extrasensoriales de la impactante El sexto sentido que ha pasado de sentir miedo a infundirlo con su desmesurada corpulencia) en Los Ángeles en una especie de estudio que han ido mejorando a medida que su éxito se ha hecho viral (su programa, que se publica periódicamente en internet, se ha convertido en un fenómeno de masas al ejemplificar el libertinaje de la generación actual divagando real y provocativamente sin aparentes repercusiones); la metodología que siguen es recibir materiales de sus seguidores y valorar si merece la pena partir hacia donde residen para entrevistarles, siendo el último un vídeo (significativamente titulado “The Kill Bill Kid”) en el que un chico hace alarde de su dominio de la catana para ser merecedor de considerarse un maestro de la automutilación (“no necesito las dos piernas porque no corro maratones”, comenta la dupla receptora de la pieza doméstica), reproducción tras la cual emprende el rumbo hacia Manitoba (en el Gran Norte Blanco) para reunirse con tan celebridad (a su modo) canadiense (a su llegada a la considerada por el controlador aéreo con el que conversa nación optimista y tolerante las sátiras patrióticas, tales como “la tristeza fue inventada por los estadounidenses” se suceden) y gozar al fin de la fama que siempre ha ansiado, pero ésta resulta que ha muerto (de hecho se ha suicidado) reciente y torpemente.


Tratando de aprovechar el desplazamiento (y los quinientos cincuenta dólares que le ha costado llevarlo a cabo) acudir a la casa de Howard (Michael Parks, antagonista de reputada trayectoria al que la edad, como ya demostrara en Red State, no le supone un obstáculo sino una contracción de experiencia casi divina), un anciano que le llama poderosamente la atención (escrituralmente, mediante un anuncio colgado en los servicios de un bar de carretera que versa, extrayendo las partes más reseñables de la carta, “soy un viejo que ha disfrutado de una vida en el mar... orgulloso de haber transitado por un camino peculiar... tras eones de aventuras oceánicas me encuentro como un marinero de agua dulce... sé que no deseo pasar sólo el resto de años que me queden en una casa gigante... tengo tantas historias que contar...”) y con el que se cita para tratar de saciar su fascinación; las doras horas de conducción que ha invertido para llegar desembocan en una pequeña mansión, Pippy Hill, cuya decoración inspira bastante desconfianza y el trato de su dueño (la postración en silla de ruedas no le impide lucir una elegante indumentaria) desconcierto al ir alternando elegantes citas literarias (entre ellas “siempre haz sobrio lo que dijiste que harías borracho, eso te enseñará a mantener la boca cerrada” de Ernest Hemingway, con el que afirma compartió un momento neonazi de lo más delirante) con soeces acotaciones personales (la más escatológica la que hace referencia a su esposa cuando decía que “es mejor el santo que el pecado y afuera que adentro”), una dualidad que se enrarece todavía más cuando, entre las muchas cosas que posee, el invitado encuentra el vigoroso miembro de una morsa (concretamente el denominado “baculum”, el hueso que poseen en el pene la mayoría de mamíferos placentarios para asistirlos en la relación sexual manteniendo la rigidez del animal durante la penetración coital), a su juicio la criatura más noble que ha creado Dios (
le marcó mucho que un ejemplar, al que llamó Tusk en honor a su cuidador, le salvara cuando estaba a la deriva).

Wallace no tardará en percatarse de que la predilección por dicho vivíparo es enfermiza (llega a afirmar que es “el único éxtasis que esta vida inmunda me ha permitido” y a despreciar a la raza humana sentenciando que las personas “son como océanos de mierda”) y que el propósito del lunático secuestrador, confesado sufridor de una existencia de lo más infernal (huérfano, torturado y violado), no es otro que el de convertirlo en uno de ellos, procediendo cual experimentado carnicero (la extracción de la lengua, los dientes y otras partes más extensibles del cuerpo obedecen a un plan perfectamente ideado aunque hasta ahora no ), uno más afectado mentalmente que la industria relojera clásica en virtud de la digital (entendiendo como tal aquella que integra los teléfonos móviles automáticamente, el aparato más colonizador de todos los tiempos y cuya dependencia actual traspasa la racionalidad más flexible); la ausencia de señales de vida del periodista provoca las sospechas de su círculo más íntimo, el cual se embarca en su búsqueda y, con la ayuda de Guy (Johnny Deep, secundario de lujo al que pocas veces se le ha apreciado tan desubicado e importuno), un antiguo inspector de homicidios francés de insanos hábitos y extremo estrabismo, en la incierta búsqueda del asesino serial, con la presión de hallarlo prontamente para evitar que la tragedia que se está fraguando (y consumando a partir de múltiples intervenciones) en la recóndita residencia ubicada en mitad de uno de los frondosos bosques alejados de la urbe, propiciando que ciertos elementos típicos de la comedia, el drama, el suspense e incluso el terror confluyan dr
ástica y fugazmente.

Tusk
(cuya apropiada traducción sería Colmillo, no cabiendo confundirla con el trabajo francés homónimo de mil novecientos ochenta orquestado por Alejandro Jodorowsky) luce irregular en todos y cada uno de sus apartados, desde la fotografía de James Laxton (si bien la oscuridad que impera es necesaria no lo es tanto la mostración explícita del maquillaje, restando la sensación de que hubiera sido mejor insinuarlo superficialmente) hasta la música de Christopher Drake (la pertinencia de los temas es más que discutible), pero el reclamo fílmico reside en la singularidad argumental y ésta al menos se produce, aunque tampoco trascienda (tampoco parece pretenderse algo diferente) de curiosa y falten motivaciones suficientes para justificar su existencia, agradando el presente trabajo del siempre polémico Kevin Smith (ganador del premio al mejor largometraje en la Sección Oficial del Sitges Film Festival 2011) a quienes guste éste tipo de propuestas en las que el impacto visual permanece en un primer plano pese a que no esté muy logrado obviándose enfatizar un enfoque psicológico más que propicio; sostener que se trata de una película de culto resulta un tanto atrevido, pues durante los ciento dos minutos de duración que comprende (pese a que la trama concluye a los noventa y seis la misma abarca también los créditos finales en los que se recoge una conversación entre el director y el elenco analizando el guión a modo de descafeinada reunión, así como la microescena terminal que no aporta absolutamente nada) se antojan redundantes (a excepción del primer tramo y la exprimible faceta narrativa de Michael Parks, tan impagable como su encarnación de ángel caído del cielo) y, en resumidas cuentas, peculiares pero altamente decepcionantes por escasas que sean las expectativas depositadas.


Daniel Espinosa




 
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